Prioridades
Desde el primer momento nuestros dirigentes han visto en la pandemia una oportunidad para el ventajismo político y la discrepancia más que como un desafío que solo podían resolver unidos
Recuerdo que hace años había un manual para aprender inglés cuyo primer volumen llevaba el título de First things first, lo primero es lo primero. Se refería a que al aprender una lengua hay que seguir un orden, hacerse antes que nada con los rudimentos gramaticales básicos y a partir de ahí ir adquiriendo el resto de conocimientos para dominarla con el tiempo. Si trasladamos ese principio al marco de las decisiones políticas, ¿cuáles serían las que deberían ir primero? No en abstracto, sino bajo las circunstancias actuales; es decir, en tiempos de una pandemia devastadora y descontrolada, con el sistema productivo hecho añicos y el sistema de protección social en precario.
La impresión que tengo es que nos hemos saltado ese primer volumen, que el modo en el que operan nuestros responsables políticos ha roto con las reglas gramaticales básicas. Teniendo en cuenta que la política sirve sobre todo para satisfacer intereses colectivos y para mediar entre intereses en conflicto, los first things son aquí la promoción del bien común. Pues bien, desde el primer momento unos actores políticos y otros han visto en la pandemia una oportunidad para el ventajismo político y la discrepancia más que un desafío que solo podían resolver unidos. Tienen que gestionarla, desde luego, pero atentos siempre a la obtención de algún rendimiento para ellos, no para el colectivo. Bajo condiciones normales es lo que suele ocurrir. No vamos a escandalizarnos porque florezcan las discrepancias o cada cual persiga su (legítimo) interés. Los bienes públicos se conjugan en primera persona del plural, pero no tenemos, al modo platónico, un acceso cierto a cómo deben trasladarse a decisiones específicas. El choque de intereses, las disonancias, al final resulta fructífero porque nos ayuda a acceder a la decisión correcta.
Resulta, sin embargo, que estamos, literalmente, en estado de alarma, sujetos a limitación de derechos y cohibidos por la magnitud del destrozo. Nos escandalizamos, con razón, porque algunos acceden a la vacuna aprovechando su cargo, pero no observo la misma indignación hacia aquellos que hacen algo similar para obtener otro bien más intangible, el propio beneficio político. Suele ser imperceptible cuando quienes lo hacen forman parte de los nuestros, y solo resulta conspicuo en las actitudes del otro bando. Y, desde luego, hay gradaciones. No es lo mismo hacerlo desde una vicepresidencia del Gobierno o la presidencia de una comunidad autónoma que como político del montón.
Con todo, y este es el aspecto que a mí más me enerva, lo pueden hacer con impunidad. Se ha emborronado tanto el esquema de atribución de responsabilidades en la gestión de la pandemia, que ya no sabemos a quién exigírselas. O sea, barra libre. Cuando no se sabe quién está al mando todo vale. La situación ideal para que cada cual haga la guerra por su cuenta en vez de contribuir a favorecer el sosiego, a transmitir a la ciudadanía la convicción de que alguien lleva el timón. La descorazonadora sensación que queda es que este barco nuestro ha quedado al albur de la tempestad.
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