Los discretos colaboradores en la rapiña de los nazis
Al lado de los poderosos medran siempre individuos de una ínfima catadura moral
El 12 de abril de 1945 se reunieron en el Hotel Capitol de Madrid Theodore Rousseau y Alois Miedl. El primero de ellos formaba parte de una de las agencias que el Gobierno de Estados Unidos organizó para investigar el expolio realizado por las nazis en los países que ocuparon durante la II Guerra Mundial. El segundo se había dedicado a ayudar a Hermann Göring, uno de los pilares del Tercer Reich, a acumular durante esos años su imponente colección de arte. Rousseau sospechaba que Miedl llegó a España con un montón de obras robadas y quería interrogarlo para intentar conocer cómo funcionaba ese mercado paralelo, y tremendamente turbio. Estaba resultando complicado reconstruir cómo los nazis habían saqueado de manera tan impune, y el desafío urgente era recuperar cuanto fuera posible para restituirlo a sus dueños, o por lo menos a su lugar de origen, antes de que se dispersara por el ancho y lejano mundo .
Miedl hizo una inmensa fortuna durante los años treinta, amparado ya por Göring, aunque la perdió al empezar la guerra. Un viajero británico que coincidió con él en Java en 1935 mientras Miedl se afanaba en construir su inmenso imperio, contaba que durante un viaje que hicieron por el interior de la isla solo dejaba el coche para ocuparse de sus negocios y que se negaba a bajarse de él cuando se trataba de ver paisajes o visitar monumentos. Rousseau era radicalmente distinto: perspicaz, ingenioso, afable, sensible, vitalista, un fino experto en el arte del siglo XIX y de principios del XX. “No estoy interesado en lo estrictamente académico”, dijo alguna vez, “lo primero es disfrutar”.
De detalles tan precisos como estos está lleno El expolio nazi, del historiador Miguel Martorell. El libro, publicado justo cuando empezó el confinamiento, aborda a través de una apasionante colección de diferentes vidas —”jerarcas nazis, financieros y especuladores de varios países europeos, marchantes y galeristas, prestigiosos historiadores del arte, mafiosos franceses, aventureros de diverso pelaje, contrabandistas…”— lo que fue aquel ambicioso programa de llevárselo todo a Alemania, para quedárselo. Hace unos años el periodista Héctor Feliciano ya había explorado con detalle los oscuros pasadizos del arte robado, sobre todo a los judíos .
Lo que hace Martorell es levantar un cuadro de la época con esa colección de historias, pero sobre todo a través del duelo entre Miedl y Rousseau, y apunta de esa manera también a España y a la colaboración en la rapiña de mucha gente del régimen franquista. El alemán es escurridizo, miente, se inventa cosas. El investigador persevera buscando cualquier flanco débil. Lo que emerge al cabo es la enorme envergadura de ese mal, supuestamente trivial, que se hace de cualquier manera, por corrupción, por supervivencia, por pura ambición. Y la ínfima catadura moral de cuantos medran al lado de los poderosos, y que siempre están ahí (también ahora): discretos, astutos, taimados, sibilinos. “La mayoría de los marchantes que colaboraron con los nazis en el expolio siguieron ejerciendo su oficio en la posguerra”, observa Martorell ya casi al final, como si no hubiera manera de librarse de la mala hierba que crece regada desde arriba por los delirios de los que mandan.
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