Del ‘America First’ al ‘Democracy First’
Para poder cambiar el rumbo de las políticas y reinventar el orden internacional, antes hay que redefinir el campo de juego y devolver a los ciudadanos la confianza en la justicia y en las instituciones
Con la toma de posesión de Joe Biden como presidente de EE UU se abre una etapa en la que va a redefinirse por completo la cooperación entre Estados Unidos y Europa. Nos jugamos la suerte de asuntos globales como la salud, el medioambiente y la energía, la digitalización, la seguridad, el comercio, o la reinvención de las instituciones multilaterales. Sin embargo, esta vez hay en juego algo aún más inmediato y vital: nuestros propios fundamentos democráticos, que vuelven a estar en cuestión. Para poder cambiar el rumbo de las políticas y reinventar el orden internacional, antes hay que redefinir el campo de juego y devolver a los ciudadanos la confianza en la justicia y en las instituciones. En el futuro inmediato, el centro de gravedad político posiblemente va a girar en torno a la cuestión de la democracia misma. Nuestro objetivo compartido debe ser transitar del América First (EE UU, primero) al Democracy First (la democracia, primero). ¿Cómo gobernar este tiempo nuevo, tan difícil, tan incierto?
La Administración Biden tiene por delante el inmenso reto de abordar una auténtica reconstrucción democrática, en un paisaje de tierra quemada por las guerras culturales y la covid-19. Por fortuna, la república ha resistido heroicamente las tentativas de golpe de Estado orquestadas por el presidente Donald Trump, y este ha acabado como un villano, sometido a un segundo impeachment. Además, el trauma de la profanación del Capitolio puede funcionar en positivo durante mucho tiempo como un revulsivo para cambiar las cosas. Ahora bien, este final feliz es solo provisional. Es evidente el enorme deterioro democrático de EE UU, la polarización extrema de una sociedad desquiciada, o la persistencia del racismo. Al clima de confusión política y moral, se une la devastación causada por la pandemia, con su correspondiente efecto viral y global (“el mundo nos está mirando” se lamentó Biden el día del asalto). Hace casi doscientos años, el historiador Alexis de Tocqueville afirmó en su obra La Democracia en América que el privilegio de los norteamericanos consiste en poseer “la facultad de cometer faltas reparables”. La gran pregunta es si esto continúa siendo válido. Numerosas voces de la sociedad civil y de líderes políticos vienen reclamando una reforma en profundidad. El sistema político acumula ya demasiadas disfunciones: una lógica ferozmente partidista en el Congreso; el recurso al filibusterismo; la politización de los tribunales, o la turbia financiación de las campañas electorales.
Si desde Europa miramos con espanto al otro lado del Atlántico, es porque agita nuestros peores fantasmas. La llamada “Internacional populista” de extrema derecha no ha cristalizado en movimientos capaces de derribar nuestras maltrechas democracias. Pero somos igualmente vulnerables: las consecuencias económicas y sociales de la pandemia, la persistencia de la amenaza yihadista, o las migraciones incontroladas, no auguran nada bueno. La UE poscovid deberá llevar a cabo su propia reconstrucción democrática, algo presente en la idea de un Renacimiento Europeo, o en la Conferencia sobre el Futuro de Europa. Gobiernos y Parlamentos nacionales, junto a las instituciones de la Unión, deben ponerse en marcha, al tiempo que tienden la mano de inmediato a EE UU en esa tarea común. A esa gran conversación debería sumarse la otra gran democracia anglosajona, Reino Unido; pero ello no será fácil con la deriva del Brexit.
Se trata de una tarea histórica —estamos otra vez al borde del abismo— que precisa tanto de una visión como de acciones concretas. Es momento de mirar mucho más allá de Trump, incluso más allá del mal llamado “orden liberal”. Habrá que templar los liderazgos y abandonar la demagogia, reformar las instituciones, y combatir la desigualdad y los excesos del globalismo. Para ello resulta clave prestar una atención prioritaria a nuevos elementos ligados a la transformación tecnológica, que condicionan cada vez más el debate en la esfera pública, la toma de decisiones, y los derechos y libertades de los ciudadanos. EE UU y la UE deben regular en la misma dirección todo lo relativo a la desinformación y las fake news en las redes sociales; los algoritmos y el big data para el control social; el cibercrimen: o la regulación fiscal y normativa de los gigantes tecnológicos. Un mal uso de todo ello nos llevaría a una confrontación indefinida, o directamente al autoritarismo. La democracia digital podría resultar la nueva clave de bóveda transatlántica. Una feroz competencia por cuotas de mercado tecnológico no debería dinamitar criterios comunes: si tomamos caminos divergentes, posiblemente nos destruiremos en el intento.
La Cumbre de democracias que se espera para 2021 y que sentaría al presidente Biden junto a los Veintisiete, podría representar un buen comienzo. La idea de situar la democracia —y nuestras democracias— en el centro del multilateralismo al modo de un núcleo irradiador, es muy poderosa desde un punto de vista normativo y también geopolítico. Pero se trata de una apuesta estratégica que habría que enfocar muy bien desde el inicio, con grandes dosis de modestia y realismo. ¿Por qué? Por un lado, EE UU llega muy tocado y no está en condiciones de arrogarse el papel de “líder del mundo libre”. La gestión de la pandemia absorberá gran parte de las energías de la nueva Administración. Además, al desprestigio de la democracia estadounidense tras el asalto al Capitolio, se suma el nefasto legado de Trump en derechos humanos, acuerdos internacionales, o regulación medioambiental. Por su parte, la UE tampoco está en condiciones de exhibir músculo en la materia. De otro lado, el proyecto de un club de democracias tiene un largo historial de fracasos y de opacidad. En este momento podría crear duplicidades (¿qué diferencia con la OTAN?) o incluso tensiones con otras potencias del entramado multilateral. Por ello sería mejor implicar a China y a otras economías del G20 en la reforma de la OMC o la OMS, por ejemplo, para ganar en legitimidad y eficacia, o en lanzar nuevos programas de desarrollo sostenible (en deuda, inversión, o asistencia humanitaria). No debemos olvidar que la salud de nuestras democracias tiene mucho que ver con la eficacia para resolver los problemas de la gente, ese es el mejor antídoto para la narrativa antiliberal, de dentro y de fuera.
En lugar de crear una superestructura, EE UU y la UE pueden buscar juntos un nuevo paradigma de defensa de las democracias. Más que sermonear a otros, se trata de predicar con el ejemplo, presionado al alza compromisos concretos. La sociedad civil, las empresas, y las administraciones subnacionales, de ambos lados pueden aportar propuestas de mejora. La administración Biden puede favorecer un giro hacia políticas menos agresivas en la promoción de la democracia y los derechos humanos, más basada en soluciones compartidas, en la mediación, y en un trato diferenciado que combine “palos y zanahorias”. La UE tiene mucho que ganar en un proceso así, pues solo si refuerza sus pilares democráticos podrá aspirar a la deseada autonomía estratégica. Y podemos extender esa conversación al resto de las Américas, a Canadá y muy especialmente a una América Latina en plena efervescencia.
Vicente Palacio es director del observatorio de política exterior de la Fundación Alternativas.
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