Más que mal presidente, pésimo ciudadano
Aunque Trump apele ahora a la filosofía de Bart Simpson debe pagar por su responsabilidad
El último viaje oficial de Barack Obama como presidente fue a Grecia. Trump ya había ganado las elecciones y el presidente saliente sabía que el nuevo equipo al frente del Gobierno de Estados Unidos iba a llevar una dirección muy diferente a la ejecutada durante sus ocho años de mandato. Obama aseguró entonces que había querido que su última visita al extranjero fuera precisamente a la cuna de la democracia. Esto puede ser sincera y perfectamente verdad o también un halago a los griegos, quienes, al contrario de lo que pasa a menudo, no confunden arrogancia (creerse superior a los demás) con autoestima (no creerse inferior a nadie). Los descendientes de Pericles, Leónidas o Temístocles no tienen lo primero, pero de lo segundo van sobrados.
Lo importante es que allí Obama insistió en la idea de que “en una democracia el cargo más importante no es el de presidente o primer ministro, sino el de ciudadano”. Hay quien podrá argumentar que esto es muy fácil decirlo siendo presidente y que no es más que un truquillo retórico para hacer que la audiencia se sienta importante. Efectivamente, había truquillo pero de otro tipo porque Obama se estaba autocitando —en su libro La audacia de la esperanza atribuye la frase a un magistrado estadounidense— para exponer en su última intervención ante una audiencia extranjera una obviedad que parece estar cayendo en el olvido en muchas latitudes democráticas: la extrema importancia de ser ciudadano.
La ciudadanía no puede ser concebida en la práctica como un simple estado administrativo. Es el ciudadano el que construye el Estado y lo hace, sobre todo, dando sentido a sus actos. Los grandes y especialmente los pequeños. Sobre los primeros, resulta inquietante, por ejemplo, que votar llegue a resultar un fastidio cuando hay que hacerlo a menudo. Pagar impuestos lo es —para qué nos vamos a engañar— pero aquí entra en juego una visión adulta de la vida cuando se descubre que hay que hacer lo correcto aunque no venga bien. Y luego vienen los pequeños actos, los del “no pasa nada” o “quién se va a enterar”. Ahí es donde de verdad se mide la calidad de una democracia. Si los ciudadanos son conscientes de la importancia de su cargo, quienes les representan no tendrán más remedio que tener presente su responsabilidad. Si ser ciudadano es cualquier cosa, sus representantes no tardan en convertirse en administradores de privilegios.
Ya no se trata de que Donald Trump haya sido un mal presidente, es que ha sido y está siendo un malísimo ciudadano. Y no debe escapar a las consecuencias de ultrajar mecanismos y lugares que para millones de estadounidenses dan sentido precisamente a su pertenencia ciudadana a una democracia. Iniciar el procedimiento de su destitución es lo correcto. En la vida adulta se asumen las consecuencias, pero Trump ha invocado el espíritu de Bart Simpson —”yo no he sido”— como si eso sirviera para tapar que él y quienes siguieron su consigna atacaron al cargo más importante de su democracia: el ciudadano.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.