La sociedad del cálculo
Al principio de la pandemia pareció que salvar vidas estaba por encima de la economía
El pasado invierno me vi obligada a llamar dos veces a la grúa por fallos en mi vehículo. Cuando llegó el momento de renovar la póliza del seguro recibí, para mi sorpresa, una carta de la compañía comunicándome que les era imposible ampliarla, vamos, que me echaban. No salía de mi asombro porque en los últimos años no había tenido ni el más leve siniestro, ni una triste multa. Todo apuntaba a que sus máquinas de cálculo les habían informado de que no era rentable asegurar a alguien como yo, con un coche que, a pesar de que servía perfectamente a su propósito, no cuadraba con su análisis de riesgo-beneficio.
Hubo un momento, al principio de la pandemia, en que pareció que la lógica del cálculo de riesgo, propia de las sociedades postindustriales tal y como las define Ulrich Beck en su libro La sociedad del riesgo, pudiera ser sustituida por otro planteamiento. El hecho de que potencialmente cualquiera estuviese expuesto al contagio, parecía abrir esta posibilidad. Así lo creyeron algunos de nuestros pensadores. Žizek, sin ir más lejos, en su artículo El coronavirus es un golpe al capitalismo a lo Kill Bill, del pasado 27 de febrero, afirmaba triunfalmente que se inauguraba “una sociedad que se actualiza a sí misma en las formas de solidaridad y cooperación global”.
En marzo, Judith Butler, sin ser tan halagüeña, proponía que esta crisis podía ser el primer paso de una nueva era, en la que no toda decisión se basara en el posible beneficio económico. A finales del mismo mes, incluso Byung-Chul Han, quien defendía que el virus no iba a procurar el fin del capitalismo, y auguraba una posible deriva autoritaria de control de la población por medio del big data, se mostraba esperanzado de que la epidemia pudiera dar lugar a una revolución humana que restringiera el capitalismo destructivo.
Este espíritu se coló incluso en las declaraciones de los políticos quienes, en las primeras semanas de la enfermedad, solían pronunciar frases como que ”la salud estaba por encima de cualquier cálculo económico”. Pero esta retórica pronto fue sustituida por otra dominada por el mantra: “Para salvar vidas hay que salvar la economía”, que rápidamente se instaló primero en los discursos oficiales, y luego en los de la población.
La “mentalidad del riesgo” reapareció con fuerza. Y, muy contrariamente a lo que defendía Beck en su mencionado libro, los riesgos no están siendo asumidos por todos de igual manera. Si revisamos, por ejemplo, la distribución de la mortalidad y el grado de contagio por distritos en Madrid, los más afectados, Usera, Puente de Vallecas, Villaverde y Carabanchel, son aquellos con la media de ingresos más baja. Esto no es una excepción, similares datos se han obtenido en Estados Unidos, donde la población negra ha sufrido y sufre una incidencia mucho más alta. Y lo mismo revela el último estudio de seroprevalencia en nuestro país: los trabajadores más precarios, mujeres que se dedican a cuidados o limpieza, son los que soportan las peores consecuencias del virus.
Quedaba una esperanza aún: que en la distribución de las vacunas, aunque solo fuera con el objetivo de erradicar la enfermedad y así beneficiar no solo a la población, sino también al crecimiento económico, imperara otra lógica. No está siendo así. Tal y como señala Peter S. Goodman en un artículo reciente en el New York Times, los países ricos han fallado en su propósito de asegurar la vacuna para los países pobres. No solo eso, algunas naciones, como EE UU o Reino Unido, han bloqueado la posibilidad de que países en vías de desarrollo puedan sintetizar vacunas a bajo coste. Esto tendrá como consecuencia, tal y como apunta Goodman, que “el mundo pospandemia será más desigual, con los países pobres castigados por la enfermedad y obligados a gastar en ella sus recursos y con ello incrementar su deuda exterior”.
Hace unos días tuve una conversación con una amiga que no consigo quitarme de la cabeza. Mi amiga, que ocupa un puesto directivo en una compañía bancaria, me contaba que a los ejecutivos, que trabajan con las grandes cuentas, no se les ha dejado pisar las oficinas, pero sí acuden a sus puestos los cajeros, cuyos clientes son gente de a pie. A estos trabajadores, me decía, se los expone al riesgo de contagio porque la compañía considera que son fácilmente sustituibles, o bien porque estima que los réditos de su trabajo no son suficientemente altos como para que haya que asegurar su vida.
Mucho me temo que, tras casi un año de pandemia, sigue imperando la misma lógica con la que se dirimían los asuntos antes de la enfermedad. Alguien está haciendo números, en esto no se equivocaba Byung-Chul Han, pero los algoritmos no se están usando para mantener a salvo a la población, sino para proteger los mismos intereses de siempre. Parece que ya se sabe cuánto vale cada uno de nosotros y, para obtener esa cifra, se ha usado el mismo tipo de cálculo que la compañía aseguradora aplicó a mi perfectamente funcional, pero poco rentable vehículo.
Pilar Fraile es escritora. Su última novela es Días de euforia (Alianza).
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