Sin aliento
La legislatura catalana acaba en fracaso; las elecciones podrían variar las cosas
Cataluña ha llegado al fin de su legislatura sin aliento, al menos sin impulso oficial. El cese del president Quim Torra, condenado por delito de desobediencia, acortó el periodo, y la falta de horizonte, combinada con el caos cotidiano en la gobernanza, obligó a adelantar las elecciones al 14 de febrero. La anomalía de la convocatoria recae en los partidos de la coalición, incapaces ayer y hoy de gestionar, y agarrotados para proyectar mañana cualquier perspectiva de continuidad susceptible de seducir a la ciudadanía.
El balance económico del Ejecutivo saliente es penoso. Tres años, tres desastres rotundos. El ejercicio de 2020 será el tercero consecutivo en que la comunidad catalana, secular vanguardia económica de España, cederá el liderazgo a la madrileña: el sonoro y dramático sorpasso no es inédito, pero esta vez parece consolidarse por su reiteración. Esto no sucede solo ni principalmente por la discutible competencia fiscal de Madrid, ni por las ventajas de la capitalidad procuradas —como sucede también en otros países— a causa de la globalización. Ha ocurrido por la corrupción sistémica combinada con el ensimismamiento, la dejadez administrativa, la inseguridad jurídica creada artificialmente y el desapego de los sucesivos Gobiernos secesionistas hacia la economía y el mundo empresarial. La abrumadora mayoría de las 4.000 empresas huidas desde el referéndum del 1-O de 2017 no han devuelto su sede social a territorio catalán. Y la inversión extranjera decae año tras año en relación con la principal competidora, la Comunidad de Madrid: no hay ahí coartada posible, pues esa inversión es inmune a los incentivos de las exenciones y desgravaciones en los impuestos de patrimonio, sucesiones y donaciones.
Ocho años de numantinismo separatista, además fracturado, redundan ideológicamente en un debilitamiento de sus proclamas. Los partidarios del aislacionismo suman menos que nunca en las encuestas, aunque el arrastre de las siglas, la propaganda sectaria de los medios públicos y una cierta empatía social con las penalidades de algunos dirigentes mantengan paradójicamente altas las cotas de aceptación hacia los partidos que lo postulan.
La imagen moderna, vanguardista y atrevida que políticamente definió ayer a Cataluña ha seguido capotando. La Generalitat no ha recibido una sola visita internacional digna de tal nombre. La fisura social permanece y las instituciones siguen autodesacreditándose: el Parlament, enredado en mociones tan sonoras como inanes; la figura del president, desaparecida como tal —algo que no ocurrió durante la dictadura, gracias a la entereza de Josep Tarradellas—; el entero autogobierno viendo cómo sus (escasas) leyes de nueva factura eran desautorizadas por el Consell de Garanties Estatutàries o desmochadas, a causa de su inconsistencia técnica, por el Tribunal Constitrucional. Y los episodios de violencia callejera —por fortuna contrarrestados en su momento por un conseller, Miquel Buch, a quien esa actitud responsable le costó ser purgado— han sido muy nefastos, aunque pasajeros.
Las elecciones del 14-F permitirían repensar errores y replantear estrategias. Deben celebrarse en todo caso con total garantía de salud pública y seguridad. Ya se deduce de la experiencia a qué resultados abocaría la repetición mimética del pasado modelo de gobernanza. Pero todo está relativamente abierto y hay a disposición de los electores muchas fórmulas, y de distintos signos.
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