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Columna
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Canción negra

Queda en las manos de todos nosotros el cumplimiento de nuestra responsabilidad y no podemos culpar luego a los Gobiernos de lo que nos suceda por incumplirla

Julio Llamazares
Una familia celebra una cena de Navidad por medio de una videollamada.
Una familia celebra una cena de Navidad por medio de una videollamada.Getty Images

“En diciembre florecen/ las rosas amarillas/ Las sembró un viento de la mar/ hace noventa años/ desparramando tantas hojas secas…”, escribió ayer Victoria Carande en su correo poético semanal y, como si la escuchara, le respondió la polaca Wislawa Szymborska, cuya inédita Canción negra acaba de editar —en traducción de Abel Murcia y Katarzyna Moloniewicz y con bellísimas ilustraciones de Kike de la Rubia— la editorial española Nórdica: “Se agitaban los sueños en una lona blanca/ Dos horas enteras de brillos lunares/ Amores al compás de una música triste,/ y regresos felices de lejanos lugares/ Concluida la fábula el mundo es gris y hay niebla…”.

El estremecimiento de la Navidad, cuya raíz poco tiene que ver para muchas personas con la celebración religiosa cristiana y sí mucho con la tradición, llega este año al mundo acentuado por la zozobra de la situación de este y por la cantidad de víctimas que el 2020 se lleva consigo. Si la Navidad fue siempre un momento para el estremecimiento, esta que se aproxima lo está siendo ya por anticipado y por partida doble, con la gente calculando las personas a las que no felicitará porque ya no están y a las que no podrá saludar porque las circunstancias o los Gobiernos no lo van a permitir. Los villancicos, así, ya no suenan alegres o simplemente no suenan, pues la felicidad que cantan no se corresponde con lo que la gente siente. Y ese vacío musical aumenta el estremecimiento de muchas personas, para las que las tradiciones son fundamentales por cuanto articulan sus sentimientos y las ocasiones para su celebración.

Menospreciar la importancia de la Navidad, como hacen algunos, es tan irrespetuoso por ello como tratar, como quieren otros, de imponer su celebración a todos considerando sus creencias generales y de obligado cumplimiento. Más en un año como el presente en el que la tradición (o la creencia religiosa) y la salud se contraponen, como la economía y la salud y como la libertad de movimientos de las personas y el bien común general. Insistir, pues, en la tradición y en la necesidad inaplazable de celebrar la Navidad como hicimos siempre, con todos los familiares juntos sentados a la misma mesa y en lugar cerrado (el tiempo no invita a otra cosa), es tan irracional como querer que la realidad no sea la que es y sí un reflejo de nuestros deseos. “A nosotros nada nos va a pasar” es una frase que se repite estos días en todas las casas despreciando las advertencias de los epidemiólogos y la simple ley de probabilidades estadística, esa que dice que a mayor exposición al riesgo mayor posibilidad existe de sufrir sus consecuencias y, al revés, cuanto menos se arriesgue uno, menos peligro corre (en palabras del abuelo berciano de un amigo, “los curas no se caen de los castaños”).

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Queda, pues, en las manos de todos nosotros el cumplimiento de nuestra responsabilidad y no podemos culpar luego a los Gobiernos de lo que nos suceda (a nosotros o a nuestros familiares) por incumplirla. Si los villancicos se visten de luto no será porque no nos los advirtieron ni porque no supiéramos lo que podría ocurrir. Lo sabemos desde que comenzó esta pesadilla o canción negra que sustituye este año a la música de los villancicos y que aconseja lo que Szymborska sugería a sus amigos en tiempos parecidos a este, pero ya remotos: “Bueno, ceguemos el mundo con tablones,/ consejo para el invierno y el viento…”.

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