El Brexit y el futuro de la UE
Es difícil decir qué es más peligroso para el proyecto europeo, si un Reino Unido democrático que se va o una Hungría y una Polonia antidemocráticas que se quedan infringiendo las normas del club
Brexit significa Brexit”; el lema de la ex primera ministra británica Theresa May merece un hueco en los libros de filosofía como la frase con la palabra “significa” que menos significado tiene de la historia. Pero no nos engañemos pensando que, cuando por fin descubramos si hay un mínimo acuerdo comercial entre el Reino Unido y la UE o no lo hay, entonces sabremos lo que significa el Brexit. Tardaremos por lo menos cinco años, seguramente diez, en ver un perfil claro de la nueva relación entre las islas y el continente. Y, para entonces, es posible que la UE sea muy distinta y el Reino Unido ya no exista.
En el referéndum que probablemente se celebrará dentro de unos años, los escoceses decidirán si quieren abandonar una unión de tres siglos con Inglaterra y reincorporarse a la europea. Si votan a favor de la independencia a pesar de las dificultades económicas previsibles, el Reino Unido dejará de existir. Cualquier político británico que quiera que los escoceses permanezcan unidos a los ingleses tendrá que presentar cuanto antes un modelo diferente de unión británica, federal, como alternativa a la independencia. En definitiva, habrá que elegir entre el fin del Reino Unido o un nuevo Reino Federal de Gran Bretaña (las siglas de Federal United Kingdom suenan un poco mal).
El camino desde el referéndum de 2016 hasta este Brexit duro ha estado lleno de promesas rotas, empezando por el artículo que escribió Boris Johnson en The Daily Telegraph cuatro días más tarde, en el que aseguraba alegremente que “seguirá habiendo libre comercio y acceso al mercado único” y continuando con la declaración del ministro de Comercio Liam Fox de que el acuerdo de libre comercio con la Unión Europea “será uno de los más sencillos de la historia”. En un triunfo de la disonancia cognitiva, los partidarios del Brexit consiguieron defender dos ideas incompatibles al mismo tiempo: que “Europa” era un odioso plan franco-alemán para someter a Inglaterra en un imperio napoleónico y que esos mismos Napoleones, por orden de la industria alemana del automóvil, estarían obligados a dar al Reino Unido acceso libre y privilegiado al mercado único, para que los británicos pudieran tener lo mejor de los dos mundos.
La pregunta que hay que hacerse ahora es si habrá convergencia o divergencia entre el Reino Unido y la UE: todos los que podrían ser una alternativa creíble al Gobierno populista británico preferirían un Brexit blando. Entre ellos, un Gobierno conservador más pragmático y competente bajo la dirección de un líder nuevo como Rishi Sunak, el ministro de Hacienda actual. Y aún más lo querría un Gobierno laborista presidido —o una coalición encabezada por los laboristas— por Keir Starmer. Eso, unido a la lógica del interés económico, hace pensar que el Reino Unido volverá a acercarse gradualmente a la UE, sector a sector y problema a problema.
Por otro lado, cuanto más duro sea el Brexit, más tendrá el Reino Unido que buscar un modelo de negocio alternativo. Como demuestra la vacuna contra la covid de Oxford y Astra Zeneca, incluso si Inglaterra y Gales se quedan solos siguen teniendo activos importantes: los servicios financieros, grandes universidades, el sector de la biotecnología, Deepmind (IA), las energías alternativas, las industrias creativas. La economía será más pequeña que sin Brexit, pero puede acabar desarrollando un perfil nuevo y competitivo. Estos argumentos juegan en favor de la divergencia. Y es probable que los resentimientos y las recriminaciones mutuas por un Brexit sin acuerdo, si se llega a ello, infecten y dificulten el desarrollo de la cooperación en otras áreas como la política exterior y de seguridad durante algún tiempo.
Pero el futuro del Brexit depende también de lo que ocurra en la orilla continental del canal de la Mancha. En Alemania, Francia e Italia la gente habla ya muy poco del Brexit, no solo porque está harta del tema, sino también porque la UE afronta otras dos crisis gigantescas que, sin duda, se debatirán en la cumbre europea de esta semana. La UE debe aprobar urgentemente su impresionante presupuesto y el fondo de reconstrucción, 1,8 billones de euros en total, porque, sin él, la recuperación tras la covid será más difícil y las tensiones norte-sur dentro de la eurozona pueden volver a exacerbarse. Ahora bien, para lograrlo, debe superar la amenaza de veto de Hungría y Polonia, que están chantajeando al resto de la UE para debilitar lo más posible la propuesta de que sea obligatorio el respeto al Estado de derecho para recibir los fondos.
Algunos dicen que el Brexit puede ayudar a la UE porque, libres del incómodo socio anglosajón, los demás Estados miembros podrán avanzar sin contratiempos por el camino de la integración. Eso es un espejismo. Este verano hizo falta una reunión maratoniana de cinco días para acordar el presupuesto y el fondo de reconstrucción, frente a la feroz resistencia de los “cuatro frugales” (Austria, Dinamarca, Suecia y Países Bajos), con el primer ministro holandés, Mark Rutte, haciendo de Margaret Thatcher con pantalones. Al lado de lo que están haciendo ahora a sus socios europeos el primer ministro húngaro, Viktor Orbán, y el primer ministro polaco, Mateusz Morawiecki, Thatcher era una amable eurófila. Gritaba: “Quiero que me devuelvan mi dinero”, pero, por lo menos, el Reino Unido era contribuyente neto al presupuesto europeo. Cuando consiguió la devolución que reclamaba, impulsó con toda su energía un proyecto central de la integración europea, el mercado único cuyas condiciones de igualdad insiste ahora la UE en que el Reino Unido debe aceptar.
Hungría y Polonia, por el contrario, figuran como grandes beneficiarias netas del nuevo presupuesto y fondo de reconstrucción, que, en conjunto, podrían aportar más del 6% del PIB húngaro. Y, pese a ello, se niegan a aceptar unas condiciones más bien mínimas sobre el Estado de derecho, que es un principio sin el que la UE dejará poco a poco de ser una comunidad de democracias y un orden legal común. En la práctica, los líderes húngaro y polaco están diciendo a los contribuyentes alemanes y holandeses que no les van a permitir que hagan las transferencias de dinero que tanto necesitan los países del sur de la eurozona como España e Italia, ambos muy golpeados por la covid, si a cambio no pueden seguir utilizando grandes cantidades del dinero europeo sin ninguna restricción importante. En Hungría, eso supondría que los fondos de la UE se utilizarían para sostener el régimen cada vez más antidemocrático de Orbán, además de beneficiar a sus familiares y amigos.
Si este vergonzoso chantaje logra sus objetivos, los partidos populistas, xenófobos y nacionalistas que gobiernan en Hungría y Polonia podrían seguir haciendo lo que les parece y siendo espléndidamente recompensados por los contribuyentes alemanes y holandeses, mientras muerden la mano que les da de comer.
¿Acabaremos con un Hungexit o un Polexit? Ni hablar. ¿Por qué van a hacer esa tontería? Johnson habla de sacar provecho de todas las situaciones; Orbán lo hace. No, la amenaza inmediata contra la UE no es que Hungría y Polonia sigan los pasos del Reino Unido y se vayan, sino que sigan siendo miembros de pleno derecho del club mientras continúan infringiendo sus normas más importantes. Es difícil decir qué es hoy más peligroso para la Unión Europea: un Reino Unido democrático que se ha ido o una Hungría antidemocrática que no se va.
Timothy Garton Ash es catedrático de Estudios Europeos en la Universidad de Oxford e investigador en la Universidad de Stanford.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
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