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Columna
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Otro bofetón para el presidente

Es la futilidad del maquiavelismo trumpista: los jueces vitalicios del Supremo, incluso los más reaccionarios, no obedecen a quien les ha nombrado

Lluís Bassets
Donald Trump sale de la sala de prensa en la Casa Blanca tras hablar de los resultados electorales.
Donald Trump sale de la sala de prensa en la Casa Blanca tras hablar de los resultados electorales.CARLOS BARRIA (Reuters)

Ha bastado una frase: “Denegada la solicitud de medidas cautelares presentada ante el juez Alito y remitida por este al tribunal”. Ni una explicación adicional. Sin oposición de ninguno de los nueve jueces que componen el Supremo, de los que seis son republicanos, la mitad nombrada por Trump, y la última, Amy Coney Barrett, confirmada a toda prisa y a pocos días de la jornada electoral en sustitución de la difunta progresista Ruth Bader Ginsburg.

Un bofetón seco y sonoro. Pocas horas antes de que se cierre la certificación del voto de los delegados, 306 para Biden frente a 232 para Trump. Es la futilidad del maquiavelismo trumpista: los jueces vitalicios del Supremo, incluso los más reaccionarios, no obedecen a quien les ha nombrado. No ha lugar la impugnación de la votación en Pensilvania, como ya ha sucedido respecto a otros Estados.

Como a un niño enrabietado que no admite su derrota, a Trump solo le caen bofetones. El primero fue mediático: se lo propinó la cadena Fox en la noche electoral, cuando anunció la victoria del candidato demócrata en Arizona con el escrutinio todavía al 73%. De nada sirvieron las presiones a los periodistas ni las llamadas al propietario de la cadena, Rupert Murdoch, para que rectificara su adjudicación prematura de un Estado que anunciaba la victoria indiscutible de Biden.

Luego han sido rechazadas todas las demandas, unas 40, presentadas ante los juzgados y tribunales supremos de los Estados por el ejército de abogados trumpistas, comandados por el exalcalde de Nueva York Rudy Giuliani. Tampoco han funcionado las presiones sobre los funcionarios, Gobiernos y legislaturas estatales dominadas por los republicanos para que liberaran a los delegados del mandato en favor de Biden surgido de las urnas.

A Trump le ha fallado incluso su fiscal general, Bill Barr, al que nombró para que le protegiera ante las investigaciones de la justicia y del Congreso, especialmente el proceso de destitución o impeachment. Barr había superado todos los límites de sumisión, pero no ha podido seguirle cuando el presidente le ha exigido que investigue el inexistente fraude en las elecciones.

Trump ha hecho cuanto estaba en su mano para atrincherarse en la Casa Blanca, a pesar de los siete millones de votos que le separan de Biden. Sus abogados han conseguido llegar al Supremo, pero el árbitro constitucional le ha dado con la puerta en las narices. El todavía presidente siempre había denunciado la existencia de un Estado profundo (deep state), en manos de unas élites de la Administración situadas por encima de la democracia, en una malévola confusión, muy propia de los populistas, respecto al Estado de derecho, la división de poderes y la independencia de la justicia. Es ese Estado de derecho, liberal y democrático y no profundo, el que le ha propinado el último bofetón.


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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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