Victoria o muerte
Suponiendo que el fútbol sea el espejo del ser latinoamericano, la imagen reflejada es aborrecible: los comportamientos patógenos, el racismo, el machismo y el vilipendio de las minorías constatan el fracaso de las democracias en la generación de tolerancia, civilidad e integración
Las emociones liberadas por las gestas deportivas suelen ser aprovechadas por las dictaduras para distraer a las sociedades sometidas, y por las democracias endebles para sobrellevar crisis, sumar afección y levantar la autoestima nacional. Las perturbaciones psicosociológicas causadas en Latinoamérica por la muerte de Maradona superaron el delirio de la final del Mundial de 1930 entre Uruguay y Argentina, cuando miles de hinchas argentinos cruzaron el Río de la Plata, al grito de victoria o muerte, rumbo al estadio de Montevideo, en cuyos vestuarios uno de los defensas gauchos propuso perder porque si ganamos, aquí morimos todos. Un mano a mano entre la antropología y las afectaciones del sistema límbico.
Cuando el arrebato de la afición es trasformado en populismo y factor identitario, mal asunto. La guerra del futbol entre Honduras y El Salvador combinó patrioterismo y resentimiento, exacerbados con engaños. La vinculación con la política quedó de manifiesto en el velorio de la Casa Rosada, sede del poder Ejecutivo, capturada por el populacho y la irracionalidad. La devoción de las masas por sus equipos trasciende el ámbito deportivo desde el último tercio del siglo XIX, después los procesos independentistas, y a lo largo de la consolidación de los nuevos Estados por los caudillos criollos. El uso político de la idolatría es casi reglamentaria en las metrópolis futbolísticas.
Si la religión es el opio del pueblo para Marx, la aserción, desarrollada en un estudio sobre Hegel, pudiera parafrasearse en el subcontinente americano, donde el fútbol es estupefaciente y pasión salvadora, refugio de sociedades castigadas por el subdesarrollo y la ignorancia. El filósofo alemán, que propuso abolir la religión, entendida como una felicidad ilusoria, hubiera sido lapidado por las hinchadas de haber sugerido la derogación de las alegrías deparadas por la fe de graderío, poderoso somnífero durante la represión de las Juntas Militares, anfitrionas del Mundial de 1978.
Suponiendo que el fútbol sea el espejo del ser latinoamericano, la imagen reflejada es aborrecible: los comportamientos patógenos, el racismo, el machismo y el vilipendio de las minorías constatan el fracaso de las democracias en la generación de tolerancia, civilidad e integración. Los tres días de duelo oficial por El Pelusa no son socialmente rentables puesto que la veneración del mito ignoró los sentimientos de quienes lo repudiaron como persona.
El escritor mexicano Marco Aurelio Almazán definió la política como el arte de impedir que la gente se meta en lo que sí le importa. Que la canalla de la barra brava abrigada por el poder político, sindical o judicial no se sumerja en lo fundamental, es más lógico que la dejación de las responsabilidades del Gobierno, que hubiera debido impartir pedagogía social y renunciar a la hipérbole en el adiós al genial delantero, trasgresor de la urbanidad y las leyes, como millones de los que le lloraron en Buenos Aires o Pernambuco.
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