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Columna
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La eterna juventud

La divertida escritura del guion de ‘La fuente de la edad’ me permitió conocer a fondo las entretelas de una obra que, como todas las de Mateo Díez, encierra muchas novelas en su interior y una visión del mundo tan desesperanzada como humorística

Julio Llamazares
El escritor Luis Mateo Díez en una imagen de archivo.
El escritor Luis Mateo Díez en una imagen de archivo.EFE

La concesión, tan merecida como oportuna (los que lo conocen saben por qué), del Premio Nacional de las Letras a mi paisano Luis Mateo Díez me ha hecho retroceder al año 1989 y a una oficina del viejo Madrid en la que el director de cine Julio Sánchez Valdés y yo escribíamos el guion de La fuente de la edad, adaptación de la novela del mismo título del escritor lacianiego que había aparecido en las librerías tres años antes. La divertida escritura de ese guion me permitió conocer a fondo las entretelas de una obra que, como todas las de su autor, encierra muchas novelas en su interior y una visión del mundo tan desesperanzada como humorística, dos constantes en la literatura de un hombre cuya elegancia es equiparable únicamente a su gran modestia. Algunas mañanas de aquellas, el director de cine Julio Sánchez Valdés y yo quedábamos con él para intercambiar opiniones sobre nuestro trabajo con su novela y, al final, lo que Luis Mateo hacía era reírse con lo que le contábamos como si la novela fuera de otro y no suya.

La fuente de la edad, el manantial sagrado y oculto que los protagonistas de la novela de Luis Mateo Díez buscan, pues en sus aguas creen hallarán la juventud eterna, es una de las quimeras que la humanidad persigue desde que existe, uno de los ideales más firmes y persistentes en todas las civilizaciones, incluso en épocas de descreimiento general como la presente, seguramente porque el mito de la eterna juventud va unido a nuestra conciencia de provisionalidad. Para unos, la eterna juventud es el presente (la publicidad así nos lo vende), y para otros, en cambio, es el pasado, ese lugar del que nunca debimos irnos, puesto que en él éramos siempre jóvenes. La edad es un mal sueño, le dice un personaje, una chica, a uno de los protagonistas de La fuente de la edad, el desharrapado poeta amigo del que ha ganado la flor natural del concurso de poesía provinciano que en la película encarna el actor Antonio Resines y con el que aquella baila dejándose llevar por los recuerdos: “¡Ay, Paco, con lo que yo te quise! ¡Si no hubieses sido tan golfo…!”. El desharrapado poeta, como sus disparatados compañeros de aventuras y quimeras, no hallará la juventud eterna, pero sí al menos vivirá como si la hubiera descubierto y conocido gracias a la imaginación mientras los personajes de la ciudad en que vive envejecen hasta desaparecer del todo.

Dice Luis Mateo Díez, tan poco amigo de la solemnidad, que “la ficción es un gran antídoto. Antes de que la vida se tiñera de cosas no muy gratas, ese espacio de vivir lo imaginario se representó como una fuente de vitalidad y de contraposición a las cosas menos gratas que podían venir... Sí, la imaginación es el gran motor de la existencia y de la vitalidad... Imaginar, qué riqueza tan grande, que belleza es contar”. Lo dice y lo demuestra enseñándonos a su ya provecta edad que la literatura es la fuente de la eterna juventud, esa fuente que mana en sus novelas y en la vida de quienes creen que la existencia no se termina en la realidad, sino que se prolonga en ese otro espacio que se esconde detrás de ella y en el que el tiempo es una ilusión. Nada que ver con el que vivimos, tan lleno de desilusiones.

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