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Columna
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En la puerta de un hospital

Lo grave no es que no nos pongamos de acuerdo ni con una pandemia

Jorge Galindo
Varios trabajadores sanitarios pasean por las inmediaciones de la puerta del Hospital de La Paz, en Madrid.
Varios trabajadores sanitarios pasean por las inmediaciones de la puerta del Hospital de La Paz, en Madrid.Marta Fernández Jara (Europa Press)

Estos días, algunos hospitales acumulan gente en sus puertas. No se puede entrar en ellos si no es estrictamente necesario porque son focos de contagio. Para los visitantes, pero sobre todo para las personas enfermas con otras patologías. Así, es fácil encontrarse un pequeño grupo de expectantes con mascarilla que intercambian palabras, cigarros, cafés, miradas, en definitiva pequeños pedazos de compañía en la incertidumbre que supone estar fuera y que un ser querido esté dentro.

Si uno contempla una de esas escenas, luego baja la vista a su pantalla de bolsillo y abre Twitter, el contraste entre comunión y discordia le tienta a demonizar la política, las redes, el debate; idealizando la comunidad, el encuentro, lo físico. Pero si en las conversaciones casuales de espera alguien sacase a relucir un asunto polémico, digamos uno relacionado con el manejo de la epidemia, probablemente se abriría la diferencia que hasta ese momento no era inexistente: solo invisible. Pero podríamos articularla, podríamos discutir.

Ni con una pandemia nos ponemos de acuerdo, dirán, pero eso no es malo. Porque por muy externo que sea el shock, no todos estamos en el mismo sitio cuando lo recibimos.

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No: lo grave no es que no nos pongamos de acuerdo ni con una pandemia. Lo realmente preocupante es que los arreglos que tenemos para llegar a un punto intermedio razonable no funcionen ni siquiera cuando el futuro de todos y cada uno de nosotros depende de ello. La sensación de comunidad en la puerta del hospital, la normalidad del debate, no debería trasladarse al qué hacer, sino al cómo lo decidimos. Lo sagrado no es la convivencia, sino la institución que la preserva junto a las diferencias: la democracia, que va desde una discusión con desconocidos hasta un proceso de votación. El crimen imperdonable del político, y de sus votantes, llega cuando desconocen el proceso. Cuando lo socavan en virtud del mantenimiento del poder. Y así es como viajamos desde la sala de espera a la intemperie hasta Washington: allí, el (todavía) político más poderoso del mundo en democracia y muchos de sus seguidores están haciendo precisamente esto.

Si algún día se apagan las conversaciones y las miradas en la puerta de un hospital no será porque dejamos de estar de acuerdo: nunca lo estuvimos. Será porque hemos destruido las pasarelas que nos permitían caminar hasta encontrarnos.

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Sobre la firma

Jorge Galindo
Es analista colaborador en EL PAÍS, doctor en sociología por la Universidad de Ginebra con un doble master en Políticas Públicas por la Central European University y la Erasmus University de Rotterdam. Es coautor de los libros ‘El muro invisible’ (2017) y ‘La urna rota’ (2014), y forma parte de EsadeEcPol (Esade Center for Economic Policy).

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