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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La victoria de la decencia

Los estadounidenses han dado la presidencia de Estados Unidos a Joe Biden, un hombre moderado que defiende los ideales progresistas sin menospreciar al contrario ni alimentar el extremismo

Yascha Mounk
Ilustración trib Mounk
Pablo Bernasconi

Desde la presidencia, Donald Trump ha causado dolor innecesario a una escala abrumadora, y ha sometido a las instituciones democráticas del país a la prueba más dura en más de un siglo. Las instituciones han sobrevivido. Joe Biden ha derrotado a Trump por un estrecho margen, poniendo fin a una pesadilla de cuatro años.

Una Administración competente y humana se prepara ahora para entrar en la Casa Blanca. Aunque muchos de los problemas a los que se enfrenta el país seguirán siendo difíciles de manejar, el 46º presidente de EE UU trabajará sin duda para afrontar la amenaza de la pandemia, y no para restarle importancia; para mejorar las vidas de emigrantes y minorías en vez de hacerlas peligrar; y para unir a los estadounidenses, más que para dividirlos.

¿Qué significa la victoria de Biden? Al principio de la campaña, los expertos se referían a Biden como a un anacronismo al que se le había pasado la oportunidad. El candidato a presidente nació durante la Segunda Guerra Mundial y juró su cargo de senador la misma semana que George Foreman ganó el Campeonato Mundial de Pesos Pesados. La primera vez que intentó llegar a la presidencia, el Muro de Berlín aún estaba en pie, y casi la mitad de los estadounidenses actuales todavía no había nacido. Mientras que sus predecesores demócratas Bill Clinton y Barack Obama fueron elegidos cuando eran unos jóvenes impacientes por conquistar el futuro, Biden asumirá el cargo como un abuelo aparentemente nostálgico de un pasado más plácido. Sin embargo, Biden es un hombre mucho más en sintonía con este momento histórico a pesar de su edad y su experiencia, o precisamente por ellas.

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Sus oponentes en las primarias pensaron que podían hacerse con la nominación demócrata repitiendo un discurso extremadamente pesimista sobre el país y sus perspectivas. Su rival en las presidenciales creía que podía aferrarse al poder apelando a los instintos más básicos de EE UU. Biden fue el único que logró romper con el juego de suma cero de la guerra cultural que ha consumido a nuestra clase política. Ni defensor ni detractor del movimiento por la conciencia sobre la justicia racial y social, ha logrado con esfuerzo una rara victoria contra un titular del cargo siendo, sencillamente, decente.

Si en 2016 los estadounidenses premiaron la ira y el extremismo, en 2020 han dado la victoria a un hombre moderado que defiende los ideales progresistas sin menospreciar a los conservadores, y que cree que se puede ser sincero respecto a los defectos del país y, al mismo tiempo, estar orgulloso de sus puntos fuertes. Biden ha ganado porque ha reconocido que la mayoría está mucho menos hambrienta de extremismo político de lo que los presentadores de los informativos por cable del país y las celebridades de las redes sociales parecen creer.

Es demasiado pronto para escribir la versión final de uno de los capítulos más oscuros de Estados Unidos. Sin embargo, la derrota decisiva de Trump da a entender que la primera versión —escrita por expertos, políticos, politólogos y por el propio presidente a lo largo de los últimos cuatro años— era exageradamente pesimista.

Cuando Trump ganó una primaria tras otra y derrotó a Hillary Clinton en una victoria inesperada, los expertos y los politólogos atribuyeron su ascenso al racismo. Algunos dieron por sentado que un gran número de estadounidenses esperaban con ansia los reclamos racistas que fueron indiscutiblemente fundamentales en la primera campaña.

Una investigación académica de Diana Mutz contribuyó a consolidar esta visión al sostener que “las elecciones de 2016 fueron un esfuerzo por parte de los miembros de los grupos ya dominantes de asegurar su dominio continuado”. Pero las verdaderas conclusiones del estudio eran mucho más ambiguas que los resúmenes que hicieron los medios de comunicación convencionales. La autora reconocía que la mayoría de los estadounidenses que votaron a Trump lo hicieron porque eran votantes del Partido Republicano desde hacía mucho tiempo. Y aunque la mayor parte de los estadounidenses que pasaron de dar su apoyo a Obama en 2012 a dárselo a Trump en 2016 tenían la sensación de que su posición social estaba amenazada, su motivación no fue fundamentalmente de carácter racista.

Mutz analizó tres indicadores del miedo a perder la posición social: “el apoyo al comercio internacional, el apoyo a la inmigración, y si la relación entre Estados Unidos y China constituía una amenaza o una oportunidad”. En otras palabras, dos de los tres indicadores que, según una serie de informes de prensa, demostraban que el resentimiento racial estadounidense había sido decisivo, en realidad apuntaban más a los problemas económicos.

El racismo probablemente explique por qué Trump logró atraer el apoyo ferviente de una parte de la base republicana y ganar unas primarias sobradas de candidatos hace cuatro años. Además, muchos estadounidenses estuvieron vergonzosamente dispuestos a pasar por alto la declaración de intolerancia de Trump cuando le dieron su apoyo en 2016. Sin embargo, desde la perspectiva del presente, no parece ni mucho menos claro que la intolerancia de Trump le haya ayudado. Más bien todo indica que el racismo ha resultado perjudicial para la consideración del mandatario entre la opinión pública estadounidense en general, y que ha sido la causa de que un número considerable de sus antiguos partidarios haya votado en su contra en 2020.

Cuando se preguntó a los votantes estadounidenses sobre el desempeño de Trump de sus funciones durante el último año en el cargo, le dieron notas comparativamente buenas en economía, y fueron sorprendentemente generosos en su valoración de la gestión de la pandemia. El tema en el que salió peor parado con cierta diferencia fue en el de la raza.

El enfado con las ideas de Trump sobre la raza quedó de manifiesto en verano, durante mi participación en un grupo de debate de mujeres trabajadoras que antes habían dado su apoyo al presidente. Cuando se les preguntó por la economía o la pandemia, inventaron una serie de excusas. Aunque pensaban que Trump no lo había hecho muy bien en ninguno de los dos casos, insistieron en que no había tenido las cosas fáciles. En cambio, cuando se les preguntó sobre las manifestaciones del presidente sobre el asesinato de George Floyd, se pusieron furiosas. El deseo evidente Trump de inflamar las tensiones raciales las sublevaba, y no tenían el menor inconveniente en reconocerlo.

Los sondeos a pie de urna indican que muchas de ellas, efectivamente, han dado la espalda a Trump. El titular del cargo ha ganado apoyos significativos entre los afroamericanos y, en especial, los latinos. Si de todas maneras ha perdido, ha sido porque un gran número de votantes blancos que optaron por él en 2016 ahora lo han abandonado.

Apartado del poder, Trump hará cuanto esté en su mano para sacar lo peor de Estados Unidos. El país sigue estando profundamente dividido. La Administración entrante no tiene ni un momento que perder para reparar el daño causado por los últimos cuatro años y restablecer la reputación del país en el mundo.

Pero tras cuatro años de intimidación y vergüenza, es el momento de la esperanza y el orgullo. Estados Unidos ha impedido que un populista autoritario destruya sus instituciones democráticas. Su ciudadanía ha concurrido en un número sin precedentes para demostrar que, aunque sea por escaso margen, Trump no es la verdadera cara de este país. Por eso, debemos atrevernos una vez más a ser optimistas con respecto a la posibilidad de construir una democracia próspera e inclusiva que, cada año que pase, esté más a la altura de sus grandes ideales.

Hace 18 meses, durante la presentación de su campaña presidencial en la ciudad de Filadelfia, en un guiño a los ideales consagrados en la Constitución de Estados Unidos, Joe Biden dijo: “Todos sabemos quién es Donald Trump. Ahora tenemos que hacerles saber quiénes somos nosotros”.

Y lo hemos hecho.

Yascha Mounk es profesor de la Facultad de Estudios Internacionales Avanzados de la Universidad Johns Hopkins y autor de El pueblo contra la democracia (Paidós).

Traducción de News Clips.

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