Sistema político y (des)esperanza
Las democracias liberales siguen siendo modelos políticos esperanzadores por su capacidad para tejer una tupida red de protección y seguridad desde la que enfrentar las consecuencias de toda adversidad
El coronavirus no solo tiene capacidad para hacernos enfermar físicamente hasta la muerte. También tiene fuerza para acentuar peligrosamente las debilidades que ya presentaba nuestro sistema político, económico y social hasta deteriorarlo irreversiblemente. Así, las medidas que las administraciones están teniendo que adoptar en forma de confinamientos perimetrales, cierres de sectores económicos, toques de queda y quién sabe si nuevos confinamientos domiciliarios, como los ya adoptados en otros países vecinos, tienen una incidencia muy significativa en el ánimo de una ciudadanía muy agotada, además de preocupada, desconcertada y, también, desesperanzada. No en vano, la dureza del momento presente, unida a los elevados niveles de incertidumbre sobre el futuro, limitan gravemente la capacidad de la sociedad para manejarse con cierta serenidad. En este contexto, la pregunta resulta obvia ¿dónde encontrar la seguridad a la que asirse?
La respuesta, a nuestro entender, solo puede venir desde el espacio de la acción política. La política es, de hecho, el único instrumento capaz de emplazar a unos y a otros a (re)construir esa idea de “bien común” que describe Michael J. Sandel en su último libro La tiranía del mérito ¿Qué ha sido del bien común? (2020). Un bien común entendido como el resultado de “una deliberación con nuestros conciudadanos acerca de cómo conseguir una sociedad justa y buena que cultive la virtud cívica y haga posible que razonemos juntos sobre los fines dignos y adecuados para nuestra comunidad política”. Impulsar algo así, requiere mucha humildad y exige una vida pública con menos rencores y más generosidad. ¿Es reconocible esta idea de búsqueda del bien común en nuestra realidad política actual? No lo parece. Con todo, nada obliga a conformarnos con una manera de hacer política claramente mejorable. La pandemia, de hecho, ofrece el contexto perfecto para exigir un ejercicio comprometido de renovación moral de la política capaz de generar más espacios de acuerdo en aquellos aspectos esenciales que entroncan con el interés común. Una reivindicación que no limita, ni mucho menos, la capacidad de los partidos para competir con propuestas diferenciadas que faciliten a los ciudadanos la posibilidad de elegir según sus propias preferencias.
Con todo, más allá de la frustración que provocan algunos representantes políticos con su mal desempeño, convendría evitar que el desencanto acabe proyectándose sobre todo el sistema haciéndolo responsable de cualquier infortunio. De hecho, y aunque resulte algo naïf, creo imprescindible insistir en la tranquilidad que deberíamos encontrar en el hecho de formar parte de un sistema democrático consolidado, asentado en instituciones nacionales y europeas robustas, con procedimientos de toma de decisión bastante depurados, con capacidad todavía para ordenar debates de utilidad encaminados a incrementar el grado de bienestar de la ciudadanía y con mecanismos de resolución de discrepancias confiables. Las democracias liberales, al margen de todos sus defectos, siguen siendo modelos políticos esperanzadores por su capacidad para tejer una tupida red de protección y seguridad desde la que enfrentar, con ciertas garantías de éxito, las consecuencias de toda adversidad. No lo olvidemos.
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