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Columna
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La penúltima

De un longevo tenaz como Woody esperaremos la despedida serena y bienhumorada de los últimos autorretratos de Agnès Varda o el acento elegíaco sin patetismos del ‘Dublineses’ de Huston

Vicente Molina Foix
Woody Allen (con Elena Anaya al fondo) durante una rueda de prensa en San Sebastián en julio de 2019 para anunciar el rodaje de 'Rifkin's Festival'.
Woody Allen (con Elena Anaya al fondo) durante una rueda de prensa en San Sebastián en julio de 2019 para anunciar el rodaje de 'Rifkin's Festival'.Getty Images

Hay que ir a los cines para no perderse lo que pronto podría dejar de ser la última película de Woody Allen. El cineasta, a punto de cumplir los 85, no para, y cuando salimos cada año de sus estrenos, por lo general en otoño, ya un nuevo rodaje está en marcha, con su promesa de jovialidad contagiosa, un virus este que no nos importa inhalar al reír. En cuanto a Rifkin’s Festival, se trata de un vademécum donostiarra menos lucido que sus antepenúltimas obras maestras Irrational Man y Un día de lluvia en Nueva York, y a sus admiradores nos gustaría que en la siguiente o siguientes Allen se despidiera a lo grande de la historia del cine, en la que merece, más que un nicho (en el sentido real de la palabra y no en el del bobo anglicismo que se ha colado en nuestra lengua), el panteón glorioso de su monumental filmografía. Claro que esos finales no siempre son premeditados, excepto si el artista —Virginia Woolf, Pavese, Alfonsina Storni— pone fin a su obra a la vez que a su propia vida. De un longevo tenaz como Woody esperaremos la despedida serena y bienhumorada de los últimos autorretratos de Agnès Varda o el acento elegíaco sin patetismos del Dublineses de Huston.

Rifkin’s Festival cultiva el pastiche, un negociado de la sátira que gusta mucho a Allen. Aquí la caricatura de escenas de Fellini, Welles o Bergman está muy bien lograda, siendo deslumbrante el remedo cómico de la célebre partida de ajedrez del Caballero y la Muerte en El séptimo sello. El Bergman metafísico y atormentado se presta bien a la burla (corrosiva la que en 1979 hizo Fernando Colomo en su divertidísimo filme corto Köñensonaten hablado en sueco macarrónico), pero suele ser adivino social y marital. Y como El séptimo sello transcurre en tiempos de peste, y nosotros sufrimos una, consuela, a la salida del cine, que el Caballero de Allen burle a la Muerte a orillas del Cantábrico.

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