Ni héroes ni villanos
Largo Caballero y Prieto son las últimas víctimas de la polarización maniquea del pasado. Si la memoria histórica no se estuviera convirtiendo en una limpieza de sangre, deberían tener un lugar destacado en ella
El polémico concepto de memoria histórica nos ha devuelto a los tiempos de la limpieza de sangre, con todos los riesgos que ello comporta, porque es muy difícil que un personaje histórico presente una ejecutoria irreprochable que le permita ingresar, sin tacha alguna, en ese Parnaso democrático que al parecer se trata de crear. Cuando se pone tan alto el listón de la ejemplaridad histórica, resulta inevitable que desde el bando contrario se exija el mismo rigor en el escrutinio de la vida de políticos e intelectuales que dedicaron poemas a Stalin, que se vieron envueltos en episodios que hoy calificaríamos de crímenes contra la humanidad o que participaron en 1934 en una insurrección armada contra un gobierno legítimo. Francisco Largo Caballero e Indalecio Prieto han sido las últimas víctimas de esa polarización maniquea del pasado, y, sin embargo, si en España tuviéramos una memoria compartida y plural, integrada por españoles de toda condición, Prieto y Caballero, pese a los errores que cometieron, deberían ocupar un lugar en ella.
La controversia que genera el nombre de Largo Caballero está muy marcada por la tendencia a juzgar su dilatada trayectoria a través del prisma de su breve etapa “bolchevique” (1933-1937), cuando el veterano dirigente obrero, bestia negra de comunistas y anarquistas en un pasado reciente, defendió la dictadura del proletariado como alternativa a la República “burguesa”. Todo empezó en el verano de 1933, poco después del regreso a España del principal consejero de Caballero, el socialista Luis Araquistáin, quien en enero de aquel año, como embajador de la República en Berlín, había asistido al ascenso de Hitler al poder. Araquistáin dimitió de su cargo poco después y regresó a España con la lección aprendida: si la izquierda española quería evitar el triunfo del fascismo, tenía que anticiparse a él mediante una acción preventiva ejecutada al margen de la legalidad. Largo Caballero, que había sido hasta entonces —y tenía ya 63 años— un socialista pragmático y nada radical, hizo suyo el discurso maximalista de su consejero y declaró condenada al fracaso cualquier reforma pacífica del orden social vigente, como la que él mismo había impulsado como ministro de Trabajo. Esta mutación ideológica, que le llevó, sin solución de continuidad, de un socialismo reformista a otro revolucionario, coincidió con la invención por dos dirigentes de la UGT madrileña del apelativo que le ha acompañado desde entonces. Con el grito de “¡Viva el Lenin español!” fue jaleado en los mítines del PSOE en la campaña electoral de noviembre de 1933, en la que el principal órgano del partido defendió una consigna dudosamente democrática: “¡Todo el Poder para el Partido Socialista!”.
El triunfo del Frente Popular en 1936 no aplacó el furor revolucionario del sector caballerista del PSOE en un momento en que la espiral de violencia física y verbal parecía incontenible, sin que los lazos de partido o las viejas amistades quedaran a salvo de una voluntad de exterminio del adversario que encontró escasos oponentes. Así, la solemne elección de Manuel Azaña como presidente de la República en mayo de 1936 se vio ensombrecida por la pelea a puñetazos que protagonizaron dos diputados del PSOE: el prietista Zugazagoitia y el caballerista Araquistáin. Poco después se produjo el veto del grupo parlamentario socialista, presidido por Caballero, a Indalecio Prieto como candidato a la presidencia del gobierno. La apuesta era a todo o nada, y un Ejecutivo fuerte liderado por Prieto podía afianzar una República liberal que Caballero daba por amortizada. Cuando en la mañana del 13 de julio se tuvo noticia del asesinato de Calvo Sotelo, Araquistáin definió sin tapujos la verdadera encrucijada histórica en la que se encontraba España: “O viene nuestra dictadura o la otra”. El autor de estas palabras no era un verso suelto del socialismo español, sino su principal ideólogo y estratega, hasta el punto de que, según Azaña, el “araquistainismo”, que es como, en su opinión, habría que llamar al caballerismo, tenía “envenenado” al PSOE.
El nombramiento de Largo Caballero como presidente del gobierno en septiembre de 1936 no consiguió revertir la tendencia de la guerra, muy desfavorable a la República, ni acabar con los asesinatos en la retaguardia, menos espontáneos e incontrolables de lo que pretende una cierta agit-prop historiográfica. En mayo de 1937, Caballero fue descabalgado del poder como consecuencia de los últimos reveses militares y de su rechazo a secundar las órdenes de Moscú en cuestión tan sensible como la liquidación del POUM: “Yo no disolveré a un partido obrero”, declaró a los emisarios de Stalin. Ahí acabó su etapa “bolchevique”. Se le podrá reprochar su irresponsabilidad durante aquellos años cruciales y su debilidad ante personajes muy poco recomendables, algunos sentados junto a él en el consejo de ministros, pero incluso en aquella locura colectiva tuvo rasgos de humanidad que enlazan con lo mejor de su larga trayectoria: su honradez personal y su contribución, bajo la Monarquía y bajo la República, a mejorar las condiciones de vida de los trabajadores. Cuando publiqué su biografía en 2005, Carlos Seco Serrano me escribió una carta en la que juzgaba con gran dureza el papel de Largo Caballero en vísperas de la Guerra Civil, pero al mismo tiempo reconocía tener con él una impagable deuda de gratitud: “Debido a una determinada gestión suya en junio de 1937, estoy profundamente reconocido a él. Hay cosas que no pueden olvidarse”. En la posguerra volvió a su posibilismo político de toda la vida, que le llevó a finales de 1945 a reunirse en su casa de París con un emisario monárquico para hablar del futuro de España. ¿El Lenin español apoyando una restauración monárquica? Como dijo por entonces, lo importante era la libertad; “luego, que le ponga cada cual el nombre que quiera”.
¿Y Prieto? A pesar de su muy discutible papel en la Revolución de Octubre, Indalecio Prieto fue por lo general consecuente con el socialismo reformista y con la democracia parlamentaria que siempre defendió. Hombre hecho a sí mismo, de gran inteligencia natural y excelente gestor, como demostró al frente del Ministerio de Obras Públicas, tuvo que lidiar con la intransigencia de sus adversarios en el partido y con la vieja animosidad que le profesaba Largo Caballero. Hay pocos discursos tan desgarradores y premonitorios como el que pronunció en Cuenca el 1º de mayo de 1936, en el que imploró a los suyos que abandonaran una estrategia suicida, que, a su juicio, llevaba directamente al fascismo. Tres años después, consumada la derrota en la guerra, escribió a Negrín una carta que tiene mucho de descargo de conciencia y que anticipa una reflexión muy extendida, con el paso del tiempo, en el mundo del exilio: “Pocos españoles de la actual generación estarán libres de culpa por la infinita desdicha en que han sumido a su patria. De los que hemos actuado en política, ninguno”.
Juan Francisco Fuentes es catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad Complutense de Madrid.
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