Poética
El contagio del presidente Trump no se puede considerar fruto del azar, sino el resultado de un largo e insistente desprecio por la ciencia en general y la salud pública en particular
En estos tiempos extraños, la realidad se retuerce a sí misma. El contagio del presidente Trump no se puede considerar fruto del azar, sino el resultado de un largo e insistente desprecio por la ciencia en general y la salud pública en particular. Sin embargo, y aunque sepamos que nunca ha existido ni existirá, parece un acto supremo de justicia poética. Su equipo se ha apresurado a afirmar que sus síntomas son leves, pero la gravedad de su situación es indiscutible. A un mes de las elecciones, en desventaja en las encuestas, su campaña electoral paralizada por, como mínimo, dos semanas de cuarentena y con muy mala cara en su mensaje televisivo de despedida, la incertidumbre de su futuro inmediato podría contrarrestar una incertidumbre mucho mayor, neutralizando una amenaza a la que la expansión del virus nos ha impedido prestar demasiada atención. El Trump que animaba a los Proud Boys, y otras organizaciones neofascistas y supremacistas, a estar alerta, por si tenía que pedirles que tomaran las calles cuando se negara a aceptar la victoria de Biden, ahora ni siquiera tiene la certeza de que Amy Coney Barrett pueda llegar a tomar posesión efectiva de su cargo en el Tribunal Supremo antes de las elecciones. Si el vicepresidente Pence se hubiera contagiado en lo que ya podría llamarse el brote de la Casa Blanca, dentro de poco, la presidenta demócrata del Congreso, Nancy Pelosi, la figura más odiada por los seguidores de Trump, podría asumir el poder para pilotar el proceso electoral. El coronavirus no tiene corazón, ni pensamiento, lo sé. No se expande por venganza entre quienes lo desafían, y minimizan sus efectos, y ningunean el conocimiento científico. Pero si yo fuera Isabel Díaz Ayuso, estaría preocupada.
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