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CARTA DESDE EUROPA
Tribuna
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España-Europa: todos ganan

La UE aporta más a cada miembro que estos al proyecto común, sean contribuyentes netos o no

Xavier Vidal-Folch
Bandera de Europa desplegada en la sede del Gobierno autonómico de Madrid.
Bandera de Europa desplegada en la sede del Gobierno autonómico de Madrid.Comunidad de Madrid (GTRES)

¿Paga bastante España por pertenecer a Europa? En esta reformulación del mandamiento de John F. Kennedy —no preguntes qué hace el conjunto por ti, sino qué hacemos nosotros por el colectivo— yace una convicción, que es seguramente una evidencia: Europa aporta más a cada uno de sus miembros que estos al empeño común. No en vano, los fundadores eran países derrotados, y con los nuevos se han convertido, bajo la marca común, en sociedades interesantes, portadoras de futuro, exitosas y respetadas a nivel mundial.

Sin ella, ni Alemania se habría reconciliado consigo misma. Ni Francia habría reencontrado su voluntad universal. Ni Luxemburgo, Malta o Letonia serían parte de un actor global, ni se habrían garantizado la seguridad que les brinda el tamaño ante las amenazas a la propia existencia.

Ni la España democrática habría recuperado su lugar en el mundo tras decenios de irrelevante aislamiento; el dinamismo económico de su entorno; la consolidación de la impronta política liberal y el bienestar social que distingue a la UE. Y además, en un soplo, un breve lapso de tiempo.

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Desde esta perspectiva global, España no es una excepción. También contribuye menos a Europa de lo que recibe de ella.

Bajando del telescopio-macro a la lupa-micro del saldo financiero, este arroja un balance equilibrado. Pues ambas salen beneficiadas: la adhesión española a la UE fue, y es, modelo de operación win-win, donde todos ganan. Desde luego, España, que reinició su andadura europea en 1986 con una renta per cápita equivalente al 71,6% de la UE a 15; superó el 100% de la media en el cambio de siglo y siguió por encima hasta 2009, y solo la erosionó a poco más del 90% de la UE a 28 desde la Gran Recesión.

Y ello tras cuadriplicar el tamaño de su PIB y triplicar su PIB per cápita en tres decenios. Y tras la conversión de su economía en exportadora, subiéndose a la máxima apertura del club; la inédita generación de empresas multinacionales; su rotunda reconversión industrial y su incorporación a las cadenas de valor mundiales; el ascenso de algunos de sus bancos al primer rango, y la fundación de un, todavía limitado, Estado del bienestar. Por supuesto que no todo ha sido una fiesta. Esa modernización de la economía ha conllevado insidiosos desequilibrios. La actualización de la Administración está a medias. Algunos servicios son deficientes, lo que se nota en el fracaso escolar o la recolocación de parados. Y en general, la sensibilidad de la economía española a las crisis, con disparatados aumentos del desempleo, es mucho más gravosa que la media. Aunque también ha acreditado una capacidad de una recuperación más rápida tras las recesiones.

Muchos de esos resultados, los buenos y los malos, se deben al dinamismo de la sociedad española, joven, aunque políticamente envejecida. En cada ocasión que planteaba un reto de apertura y liberalización económica, lo ganó: sucedió en el Plan de Estabilización de 1959; en el Acuerdo Preferencial con las Comunidades en 1970; con los Pactos de la Moncloa en 1977, al reiniciar la democracia; con el ingreso en la Europa comunitaria en 1986; y con la entrada en el euro, en 1998.

Pero la aceleración de la modernización económica no se entendería sin el acceso en igualdad de condiciones al primer mercado del mundo. Y sin el generoso apoyo presupuestario de la UE para compensar sus carencias.

Hasta el periodo 2014-2020, España fue beneficiaria neta, y en varios años por un alcance de un considerable 1% de su PIB anual. Y aún se preveía que siguiera siéndolo durante ese septenio. Pero de 2016 a 2019 pasó a ser contribuyente neta, por una cuantía total en esos años superior a 5.000 millones de euros. A esa evolución (y la futura) contribuyeron: el ingreso de candidatos más pobres, del Este; la reducción de partidas agrícolas o de cohesión, a las que España está muy vinculada, y la próxima y definitiva retirada del, más próspero, Reino Unido.

Este cambio es relevante. Demuestra la falsedad de que los menos desarrollados estén eternamente condenados a ser subsidiados. Certifica los progresos, aunque sean irregulares, de la economía española. Y solemniza el éxito de esta Europa en absorber y promocionar a los nuevos socios. Quienes antes necesitaban mayores ayudas estructurales, ahora contribuyen a dispensarlas. Si bien ante súbitas recesiones bruscas, como la provocada por la actual pandemia, vuelvan a exhibir sus desequilibrios.

Pero el paradigma thatcheriano del saldo presupuestario, amén de representar el éxtasis del egoísmo nacionalista, no agota todas las relaciones económicas entre una parte y el conjunto. Para que este sea armónico, el déficit fiscal de los ricos suele acompañarse del correlativo superávit comercial, y a la inversa.

Y todavía hay más vínculos no contabilizables desde un presupuesto: el estímulo a la competencia; la mejora empresarial y social por vía comparativa o benchmarking; las aportaciones a la política exterior común (desde España, sus relaciones con el norte de África y Latinoamérica); el empuje vital mutuo de sociedades más enérgicas, por jóvenes, o más sabias, por consolidadas… todo ello, y mucho más, va incluido en la profundidad de la frase de Kennedy.

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