Una canción para estos tiempos tristes
Hay quienes conservan en las peores circunstancias las ganas de vivir
Iván Turguénev empezó a publicar los llamados Relatos de un cazador en distintas revistas en 1847 y consiguió reunirlos en un libro en 1852. Como explica el historiador Orlando Figes en Los europeos, era una época en la que empezaban a sucederse cambios profundos que iban a cambiar las cosas de manera radical. La llegada del ferrocarril contribuyó a engrandecer el mundo —mi mundo—, o a hacerlo más próximo. Ya no resultaba tan difícil y laborioso trasladarse de un sitio a otro, ya no se tardaba tanto tiempo. Así que empezó a crecer el interés por lo que ocurría en otros lugares, la gente quería enterarse, la curiosidad se impuso como un motor eficaz que impulsó a abrir las conciencias y a reventar los tópicos. Turguénev apareció entonces con ese puñado de narraciones que daban cuenta de la vida de la gente sencilla en unos paisajes remotos. Ahora que las sociedades se están volviendo sobre sí mismas de manera alarmante, resulta fascinante recuperar ese impulso voraz por conocer al otro, por saber de su realidad y sus costumbres, de sus pesares y alegrías. La aldea global en que habitamos, además, parece borrar toda diferencia y cincela a cualquiera, venga de donde venga, bajo los exclusivos patrones de lo que tenga que consumir.
De los Relatos de un cazador se dice que fue uno de los libros que ayudó más en su época a sensibilizar a las sociedades sobre las penurias del campesinado. Al parecer llegó a influir en la decisión del zar Alejandro II de abolir la servidumbre en su país en 1861. En él “no se describía a los campesinos como simples tipos rústicos con expresiones y características arquetípicas, como hacía la literatura romántica, sino como seres humanos complejos, individuales, que albergan pensamientos y sentimientos”, observa Figes. A Turguénev no lo movió el afán de denunciar un estado de cosas sino la voluntad de reconstruir las enormes sutilezas de los más desamparados de la Rusia que había conocido cuando salía armado con su escopeta a perseguir urogallos.
Hace un tiempo aparecieron en España seis de las 25 narraciones de aquel libro de Turguénev en un pequeño volumen titulado La Reliquia Viviente. Su finura deslumbra de inmediato. Da igual que se ocupe de las historias que se cuentan unos adolescentes por la noche o de los temores de unos viajeros que descubren que son perseguidos por unos ladrones, lo que Turguénev consigue es adentrarse en cada uno de los latidos que dan vida a las personas; por ejemplo, el lazo profundo que une a Chertopjanov con su caballo.
En una de las piezas, la que da título a la recopilación, el narrador encuentra en uno de sus desplazamientos a la que había sido “la mayor belleza de toda nuestra servidumbre”. Es ya nada más que una mujer consumida, incapaz casi de moverse. Un día se cayó y, dice, alguna cosa ahí adentro “se me tuvo que romper”. Lleva siete años viviendo desahuciada, tirada en un rincón. Pero sigue cantando, explica, y empieza a hacerlo. “Cantaba sin alterar la expresión de su rostro petrificado, sin mover los ojos siquiera. ¡Pero qué conmovedora resultaba aquella voz, pobre y forzada, temblorosa como una columna de humo!”, escribe Turguénev. “¡Yo ya no sentía terror: una piedad inefable me encogía el corazón!”. En medio de las circunstancias más tristes, un rayo de fortaleza. El que necesita ese mundo que hoy se está rompiendo con la pandemia.
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