Los rusos no se rinden
La política exterior de Moscú, a juzgar por los indicios, no ha cambiado ni va a cambiar, pero si este año va a ser el de un cambio sustancial en las relaciones entre Rusia y Occidente, será para peor
En Rusia, como en muchos otros países del mundo, los años bisiestos gozan de mala reputación. Se consideran años de sorpresas desagradables, problemas imprevistos y pruebas arduas. 2020 ha confirmado plenamente esta creencia. En febrero, Rusia casi se vio envuelta en Siria en un enfrentamiento militar con Turquía. En marzo se produjo una drástica caída de los precios mundiales del petróleo. Luego empezó la recesión económica global y, en abril, el país sufrió los estragos de la pandemia. El verano, marcado por las masivas protestas en las calles de Jabárovsk, terminó con el trágico incidente de Alekséi Navalni y un enorme malestar social en la vecina Bielorrusia. Aunque todavía queda lejos la Nochevieja, ya podemos afirmar que este ha sido el año más difícil para los dirigentes rusos desde principios de siglo.
¿Qué suele hacer el capitán de un barco sorprendido en el epicentro de la tormenta perfecta? Arría las velas que son prescindibles, aminora la velocidad, maniobra a golpe de timón y, si es necesario, suelta lastre o echa anclas. Según dicta la lógica, la situación de emergencia debería haber provocado cambios significativos en la política exterior rusa. Por ejemplo, la minimización de “activos tóxicos”, la reducción de obligaciones onerosas internacionales, el abandono de la retórica beligerante o, por lo menos, la búsqueda de compromisos tácticos con adversarios geopolíticos. O quizás hacer gestos simbólicos unilaterales para demostrar buena voluntad y cambiar la imagen de Rusia, no del todo favorable, que tiene de ella la comunidad internacional.
Nada de lo anterior es lo que estamos viendo hoy. La política exterior rusa, a juzgar por los indicios, no ha cambiado ni va a cambiar. Y no lo va a hacer en ninguna dirección, ya sea Siria, Libia, Ucrania o Venezuela. La retórica en relación con Occidente, como ha demostrado lo ocurrido con Alekséi Navalni, es cada vez más dura. En suma, el barco de la política exterior rusa avanza a través de la tormenta sin ralentizar, sin corregir el rumbo, sin soltar lastre ni echar anclas.
¿Qué está pasando? En la comunidad de expertos rusos no faltan grandes ideas ni nuevas iniciativas. Resulta también difícil asumir que los dirigentes rusos no sean conscientes de la gravedad de la situación. Y, sin embargo, está claro que, si este año va a ser el de un cambio sustancial en las relaciones entre Rusia y Occidente, será para peor.
Una posible explicación de esto es la inercia acumulada en el curso de la confrontación. Los años transcurridos desde el inicio de la crisis ucraniana no han pasado en vano ni para el Estado ni para la sociedad rusa. Mover la enorme y anquilosada maquinaria estatal, reconfigurar su farragoso aparato propagandístico y cambiar la orientación que determina la rutina del ejército de funcionarios del “Estado profundo” es como cambiar el rumbo de un superpetrolero con una carga de cientos de miles de toneladas. Además, la política exterior rusa está ahora más influida por segurócratas encargados de hacer cumplir la ley que por tecnócratas o diplomáticos. Aún más complejo es cambiar las percepciones públicas existentes y establecidas en los últimos años acerca del mundo moderno y el lugar que Rusia ocupa en él. El hecho de que los rusos estén cansados de la confrontación con Occidente no significa en absoluto que apoyen con entusiasmo un viraje en la línea de Mijaíl Gorbachov o Borís Yeltsin.
Otra posible explicación es que un clima de choques y cataclismos inauditos siempre infunde la esperanza de que se obre un milagro. Pero ¿qué pasa si tu oponente sufre más que tú por esos choques y cataclismos? La crisis del sistema internacional que se ha intensificado en este 2020 es percibida por muchos en Moscú como un veredicto inapelable sobre Occidente. E incluso como un infausto final histórico de la economía de mercado y del liberalismo político en general. Según la reciente declaración del asistente de Putin, Maksim Oreshkin, este año Rusia figurará entre las cinco economías líderes del mundo. Esto no se debe a que el país esté experimentando un rápido crecimiento económico, sino a que la economía alemana caerá más profundamente que la rusa. Si uno está seguro de que el tiempo juega a su favor, de que cuando finalice la crisis estará en mejor forma que sus oponentes, le faltan alicientes para negociar aquí y ahora.
Sin embargo, la tercera explicación me parece la más importante para entender las razones por las que la política rusa permanece inalterable. Desde hace mucho tiempo, los gobernantes rusos están convencidos de que cualquier medida unilateral y cualquier avance en la política exterior de Moscú serán vistos en Occidente como un signo inequívoco de debilidad. Y, en consecuencia, como una invitación a que Occidente aumente todavía más la presión sobre Rusia. Esta lógica impide al Kremlin reconocer incluso los errores en política exterior más evidentes que se han cometido en el pasado, lo que a su vez dificulta enormemente todo intento de cambiar la política exterior y de perfilar opciones políticas alternativas para el futuro.
¡Los rusos no se rinden! La política exterior del país pocas veces se ha apartado de este principio, al margen del Gobierno que ostentara el poder en un momento dado. E incluso cuando hubo que retroceder, como resultado de guerras perdidas o del total derrumbe del Estado, en la conciencia pública siempre pervivió la esperanza de tomarse una venganza histórica.
¡Los rusos no se rinden! Si es así, es una idea descabellada esperar que Moscú haga concesiones debido al incremento de la presión externa. De hecho, basta recordar la experiencia occidental de los últimos años, incluidos los intentos para conseguir que el Kremlin cambiara de rumbo mediante sanciones económicas y políticas. Las sanciones han causado un daño considerable a la economía rusa, por supuesto, pero también han llevado a que la élite del país se consolide en torno al Kremlin y se recrudezca el sentimiento antioccidental en la sociedad rusa.
¡Los rusos no se rinden! A pesar de lo que digan los partidarios de que se ejerza una mayor presión sobre Moscú, la transformación del sistema soviético no comenzó a causa de la insostenible carrera armamentística impuesta por los Estados Unidos, sino cuando a la Unión Soviética no le quedó ningún enemigo geopolítico que aglutinara a la sociedad soviética y legitimara a sus autoridades.
Esto no significa que Europa o los Estados Unidos deban seguir una política de apaciguamiento respecto a Moscú aceptando dócilmente cualquier manifestación del Kremlin como un fenómeno natural fuera del control humano. La presión coercitiva no puede ni debe seguir sustituyendo la diplomacia de forma permanente. El rechazo rotundo del diálogo, el bloqueo manifiesto de las líneas de comunicación y el tratamiento de Rusia como un país sin escrúpulos sólo crean más problemas para todos, tanto en el Este como en Occidente.
Por supuesto, es posible adoptar una posición de espera, confiar en que el barco de la política exterior rusa, sin ánimo de cambiar su rumbo en medio de la peor tormenta geopolítica, tarde o temprano choque contra un arrecife. Pero, si esto sucediera, las consecuencias de este épico naufragio afectarían sin duda al mundo entero. Es poco probable que a Occidente le interese este escenario.
Andréi Kortunov es director del Consejo de Asuntos Internacionales de Rusia.
Traducción de Marta Rebón.
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