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Tribuna
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Nuestra enfermedad

Solo con un sistema sanitario público robusto y universal es más fácil reconocer a un conciudadano como a un igual. Olvidar la relevancia de la clase cuidadora sería una secuela inaceptable de esta pandemia

Marta Rebón
Nuestra enfermedad / Marta Rebón
Eulogia Merle

Las enfermedades atacan las células del cuerpo. También las del lenguaje, las palabras. Destruyen la sintaxis. La dificultad de describir el dolor de forma coherente conlleva una soledad particular. En la consulta médica, las frases dubitativas del paciente salen entrecortadas. ¿Qué es prioritario comentar? ¿Y cómo? Cuando se necesita más lucidez, esta parece un privilegio inalcanzable. Son finalmente la jerga médica y el lenguaje técnico de pruebas y análisis, desprovistos de emoción, los que van al auxilio de la mudez del enfermo. La traición del cuerpo desconcierta, pues hace explotar esa burbuja de pensamiento mágico que se resume en el trillado “mañana será otro día”. Una de las fantasías más generalizadas entre los adultos es creer que siempre hay segundas oportunidades, escribió John Berger en Un hombre afortunado sobre un médico rural al que acompaña en la práctica de su oficio. Al enfermar, todo es relativo. No hay otro futuro que el presente de la dolencia, que tiene sentido (si lo tiene) solo para quien la sufre. Para el resto, enseguida se vuelve una historia repetitiva y banal.

En 1925, Virginia Woolf publicó un ensayo sobre la pobreza de la lengua ante la enfermedad. Poco antes había perdido el conocimiento durante una fiesta. Pasó algunos meses convaleciente “en esa extraña vida anfibia del dolor de cabeza”. La exaltación por sus proyectos literarios le ocultó que “avanzaba con una rueda pinchada”, hasta que su organismo se rebeló. En Estar enfermo, Woolf reflexionó sobre esta paradoja: siendo tan común la enfermedad, en la literatura su importancia como tema era residual. La vida del pensamiento siempre se elevaba sobre su armazón, el cuerpo. Las pasiones también nos hacen balbucear, argumentó, pero el adolescente que descubre el primer amor tiene a mano, para guiarlo, a un Keats o a un Shakespeare. ¿A qué se debía, pues, la resistencia a adentrarse, pluma en mano, en los “páramos y desiertos del alma que desvela un leve acceso de gripe”? La madre de Woolf, Julia Stephen, reunió consejos y reflexiones sobre su experiencia en salas de curas. La imaginación del enfermo, dijo en sus notas, no tiene límites. Sin embargo, esa imaginación desbocada choca con la debilidad física, la intermitencia de la atención, las ansias de huir de ese estado. Se suele poner como ejemplo de esta impotencia al escritor Alphonse Daudet. Sus obras completas ascienden a miles de páginas, pero el proyecto inspirado en su propia desintegración física, acariciado a lo largo de los 12 años en que lo consumió la sífilis, apenas suman 50. En la tierra del dolor se publicó póstumamente. “¿Son útiles las palabras para describir cómo se siente realmente el dolor?” —se preguntaba—. “Las palabras llegan cuando todo ha concluido y se ha calmado. Hablan de recuerdos, impotentes o falsos”. Aunque observar el dolor cuesta tanto como mirar directamente al sol, casi un siglo después de la queja —o reto— que lanzó Woolf, los testimonios literarios sobre enfermedades hoy no son ninguna rareza.

Una metáfora es la primera expresión de consuelo que produce la mente. Iván Turguénev describió a sus amigos franceses —entre ellos, Daudet— la sensación que experimentó cuando la hoja del bisturí se abrió paso por su carne para extirparle un neuroma: “Como un cuchillo rebanando un plátano”. Describir un tormento físico pide metáforas, pero a estas las carga el diablo. En 1978, Susan Sontag desmontó en La enfermedad y sus metáforas las mitopoéticas y romantizaciones que distorsionan patologías como la tuberculosis o el cáncer y, sobre todo, los juicios de valor que hay detrás de las metáforas usadas. Con todo, su ensayo empieza con un símil: “La enfermedad es el lado oscuro de la vida, una ciudadanía más cara. A todos, al nacer, nos otorgan una doble ciudadanía, la del reino de los sanos y la del reino de los enfermos”. Y añadió: “Nada hay más punitivo que dar un significado a una enfermedad”. Cuando apareció la biografía de Benjamin Moser sobre la intelectual estadounidense, Sontag, me deslicé primero por los capítulos relacionados con la enfermedad, que tanto la marcaron intelectualmente. Fue incapaz de reconciliarse con la noción de morir, sinónimo para ella de extinción. Sufrió tres cánceres agresivos. El tercero, una leucemia en 2004, fue el definitivo. Moser subraya que su ensayo sobre la enfermedad ayudó a otros a no sentir sus dolencias como un juicio moral.

Un año después de la muerte de Sontag, su hijo David Rieff publicó en The New York Times una larga reflexión sobre sus últimos días, que luego amplió en Un mar de muerte. El reportero de guerra y crítico cultural contó que, si bien a su madre la consoló en parte seguir el mejor tratamiento al alcance, antes tuvo que desembolsar 300.000 dólares, suma reservada a unos pocos privilegiados. “No puedo decir honestamente que hubiera algo justo en ello”, confesó. Rieff habló con numerosos médicos sobre el sistema sanitario estadounidense. “Solo los ricos podrán elegir tratamiento”, le comentó una especialista en medicina paliativa, si la tendencia seguía como hasta entonces. Quince años después, según el índice de progreso social, en el país que se debate en si reelegir a Trump hay estadísticas de sanidad similares a las de Albania o Jordania, pese a ser puntero en investigación médica. Esta contradicción le sirve al historiador Timothy Snyder para trazar la relación entre salud pública y salud democrática en Our Malady. No es un libro de teoría política. Justo antes de la pandemia, Snyder se pasó 17 horas esperando en una sala de urgencias antes de que le trataran una septicemia derivada de una intervención mal practicada en el mismo hospital. A los errores humanos se habían sumado la sobrecarga de trabajo de médicos y enfermeras, los fallos de comunicación entre paciente y médico, y un sistema guiado por el lucro de las aseguradoras privadas. Aquel tránsito por el filo de la muerte le desveló la dimensión del problema. En una cultura que propugna por encima de todo la libertad individual, esta es imposible cuando estamos “demasiado enfermos para concebir la felicidad y demasiado débiles para perseguirla”, razona Snyder. Solo con un sistema sanitario público robusto y universal es más fácil reconocer a un conciudadano como a un igual. Sin esa cobertura, el miedo a no estar cubierto en el dolor y en la enfermedad crea una sociedad débil, manipulable, desigual, injusta. También racista. “Un virus no es humano, pero es una medida de la humanidad”, añade.

El sistema sanitario público español llegó extenuado a la pandemia, con las costuras tensas. Los rebrotes —cuya responsabilidad es tanto individual como política— no han dado tiempo a su personal a recuperarse física y anímicamente. En manos de políticos, la salud parece un tema más para el enconado debate con el que sacar los colores al oponente, sin medir la importancia que tiene como pilar sobre el cual se construye el sistema democrático, algo que debería estar por encima del Gobierno estatal y autonómico de turno. Olvidar la relevancia de la clase cuidadora, y no cambiar nada al respecto, sería una secuela inaceptable de esta pandemia. El clamor de sus profesionales muestra que se está degradando el vínculo social que construye una atención digna, cuando la soledad del dolor se calma con la solidaridad.

Marta Rebón es escritora y traductora.

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