Lo que nos importa y lo que nos deja de importar
El jueves, a las ocho de la tarde, un hombre se sentó en la terraza de un bar y pidió un café
El jueves a las ocho de la tarde, después de abrir su pizzería en el centro de Vilagarcía y encender el horno, un hombre se sentó en la terraza del bar de al lado, bajo un toldo, y pidió un café. En ese momento, una loseta de hormigón se desprendió de la fachada del edificio, cayendo a toda velocidad; atravesó la tela del toldo, golpeó la cabeza del hombre y destrozó la mesa de la terraza. Diferentes noticias lo dieron por muerto clínicamente esa noche, si bien una operación de urgencia lo mantenía ayer a estas horas con un soplido de vida.
El hombre es nuestro amigo, se llama Javier Lores y tiene 54 años. Para nosotros, Javi el del Campillo, cuando trabajaba en un bar del Campillo de Pontevedra; Javi el de la Cueva, cuando montó La Cueva, nuestro bar de siempre. Siempre que estábamos allí, cogía a un cliente despistado y nos señalaba de uno en uno para contarle que nos daba de beber desde los 15 años (hacía el gesto de la altura con la mano, como si fuésemos gnomos) hasta ahora. Era madridista y pipero (hablo en pasado porque confío en que después del accidente despierte mourinhista) y un día, viendo un partido, me desesperó tanto (“Contró, Contró, adónde va un portugués con mechas”) que me levanté de la silla y me fui corriendo a la Redacción a escribir un artículo solo para llamarle pipero, esa fauna madridista que tocó la gloria cuando pitó a Benzema porque el bueno era Morata.
Pero esto no es un artículo sobre Javi, sino sobre la piedra. La piedra medía 90 centímetros de largo y 40 de ancho, debía de llevar en mal estado varios meses, y ese día, jueves 17 de septiembre, se terminó desprendiendo de la pared. En el momento en el que Javi se sentó, la piedra cayó recta desde una altura de 10 metros. Eso es lo que me interesa. Esa cantidad de cosas trascendentales y asuntos preocupantes que podría tener Javi en su cabeza, y tengo yo ahora mismo, y lo que le importan al edificio de al lado. Hay una lección delicada en todo esto que urge tener en cuenta: somos algo susceptibles de ser destruidos ya no por una piedra, sino por las ganas de tomar un café. Ni siquiera por eso, sino por la silla elegida para tomarlo. Lo contrario de la muerte, que no es la vida sino el amor (esta frase es para las risas, Javier) consiste en lo mismo: entrar en un sitio un minuto antes o después. Tomamos decisiones sin pensar como parte de una mecánica simple que se encarga de resolver los asuntos a los que dedicamos más tiempo, casi siempre nuestras mayores tragedias y nuestros sueños perfectos.
Una piedra cayendo del cielo, en realidad, es la imagen más cruda de todo lo demás. No se piden explicaciones a quien no puede darlas; no hay que entender nada ni hay nada que entender. Ni siquiera hay que vivir, como dicen los cursis, porque vivir ya vivimos por defecto: lo que hay que hacer es correr. Uno de nuestros amigos estuvo en Beirut hace cuatro años y cuando hace dos meses explotó allí un almacén de nitrato de amonio en el puerto le dio vueltas muy serio a la posibilidad de que él estuviese allí. Hay quien tiene mala suerte y quien sale a buscarla a posteriori. Lo peor es desear alguna, como si la suerte fuese a tomar nota. Hace daño no saber nada, reconforta no pretenderlo.
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