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Columna
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Fresquita

Solo podemos sentir tristeza, por muy mal visto que este sentimiento esté, ante lo que están viviendo muchos niños en esta pandemia

Marta Sanz
Un niño con mascarilla se asoma a la ventana de su casa durante el confinamiento.
Un niño con mascarilla se asoma a la ventana de su casa durante el confinamiento.Óscar J.Barroso (Europa Press)

Transitamos por tiempos en que, como escribe Vallejo, conviene pedir perdón por la tristeza: prestigio y bondad se relacionan con sonrisas, refulgentes por blanqueamientos dentales, de individuos que no cierran la boca por exhibicionismo de seguro odontológico privado y porque están eternamente felices o estupefactos. La bondad consiste en no meter el dedo en la herida para no robarle la felicidad a nadie. Pájaros y pájaras de mal agüero deben comprar cajas de triptófano y otros parafármacos inhibidores de esas ganas de llorar que estrujan la garganta sin saber por qué. Estar triste parece una emoción improductiva, un acto de egoísmo inconmensurable, sobre todo, cuando las flores de té y las entristecidas personas, que pedimos sales y árnica, disponemos de casi todo y, especialmente, de tiempo para recrearnos en la fatalidad, el spleen y esa melancolía que hoy se parece a la película de Lars von Trier. Yo, señora en sus cincuenta, con toda la parentela sana y un trabajo vocacional y precioso, pido otra vez perdón por la tristeza de la historia que voy a contar. Una historia que me deja sin ganas de hacer chistes, sintiendo miedo por no ser chisposa continuamente y, a la vez, reivindicando la existencia de otros registros para descifrar las realidades. Esta no es una columna veraniega. “Hazme algo fresquito”, te sugieren a veces. Pues no me da la gana. Odio ese adjetivo.

En televisión sacaron a una niña que había estado confinada con toda su familia en un piso de 40 metros. Ahora no quiere salir. La niña dibuja con los dedos en el aire una cajita: “Hemos estado en este cuadradito”. Ha aprobado tercero de la ESO gracias a un ordenador prestado y, pese a los estímulos de su abuela para que vaya a divertirse, declara: “Me he vuelto un poco antisocial”. La niña, que sonríe y parece tristísima, no es la criatura resiliente que esperaríamos: soportar una situación no es lo mismo que adaptarse a ella. Esta niña es una adulta precoz, consciente de los metros de su casa, de muertes y enfermedades, de que la máquina que le ha permitido superar el curso es prestada, de que se le han quitado las ganas de jugar. Otra infancia, sensible de otra manera, estaría deseando salir corriendo y dar saltos. A mí esta niña se me atraviesa en el gañote como espina de pez y me lleva a pensar que no debemos escamotearles las verdades a las criaturas; también sé que vivir determinadas experiencias demasiado pronto nos envejece antes de tiempo. Otro día podemos discutir si envejecer y entristecerse son palabras sinónimas. Generaciones de niños y niñas forzosamente cautos y acongojados. Esta niña no son todas las niñas —pido, otra vez, perdón por la tristeza—, pero ella existe y su incipiente depresión no se relaciona solo con su hipersensibilidad: tiene una raíz tangible que se puede cambiar haciendo política. Esta niña vivirá su particular vuelta al cole. Me la imagino poniéndose su mascarilla quirúrgica para iniciar el curso con incertidumbre, abulia, miedo. La socialización es prioritaria y manifestar nuestra tristeza ante estos casos es el único modo de tomárnoslos en serio para hacerlos desaparecer. El drama no es la mascarilla, sino la falta de docentes e infraestructuras. Una lágrima cayó en la arena. Hoy también odio esta canción. Es fresquita.


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Sobre la firma

Marta Sanz
Es escritora. Desde 1995, fecha de publicación de 'El frío', ha escrito narrativa, poesía y ensayo, y obtenido numerosos premios. Actualmente publica con la editorial Anagrama. Sus dos últimos títulos son 'pequeñas mujeres rojas' y 'Parte de mí'. Colabora con EL PAÍS, Hoy por hoy y da clase en la Escuela de escritores de Madrid.

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