Vallecas como reserva india
La desigualdad que contemplamos ante el virus requerirá muchas novelas como la canadiense ‘Kuessipan’
Entre las series populares durante el confinamiento, algunos nos entretuvimos con la historia de Ana de las Tejas Verdes, una huérfana irresistible por su capacidad de ensimismamiento, de ensoñación, de evasión y humor en la Canadá rural de la isla de Avonlea que retrató la escritora Lucy Maud Montgomery. Puro Dickens, Mark Twain y Pipi Calzaslargas a la vez, historias que se vuelven bellas a base de empezar siendo miserables.
Nos reímos y nos emocionamos con la capacidad de estos protagonistas de vencer, de salir ganando cuando pueden, aunque eso consista simplemente en ser independientes un ratillo y disfrutarlo. Y nos encariñamos también de los secundarios. En esta obra de 1908, hay una secundaria de vida aún más difícil que la protagonista: y es la niña india de la que Ana se hace amiga. Aunque en su caso tiene padres, tiene arraigo y tiene comunidad, la niña acaba pagando su condición cuando las autoridades la obligan a encerrarse en un internado para asimilarse a la cultura, al cristianismo y al idioma imperante. De nada vale que sus padres acampen y hagan fuego cerca de la escuela para esperarla, para intentar recuperarla. Nadie les hará caso y el vacío argumental que sigue solo puede llenarse de angustia. Ana al fin y al cabo ha viajado de la soledad del orfanato a una comunidad que la acoge. Su amiga india, lo contrario.
Viene esto a cuento de un librito que llega ahora las librerías y que ofrece –y es pura coincidencia- una potente luz sobre el camino que siguieron aquellos indígenas, los llamados Primeros Pueblos, hasta su supuesta integración. Naomi Fontaine, nacida en 1987 en la reserva canadiense de Uashat, nos ha regalado Kuessipan, una pequeña novela poética editada en España por Pepitas que hay que ir corriendo a comprar: Kuessipan es una especie de letanía bella, armónica y honda que cuenta muchas cosas sin contar especialmente ninguna. Los hombres que fueron cazadores ya no son útiles; las noches en que escuchaban el silencio ya se han llenado de ruidos; el sueño de embarazo para sentirse queridas se ha trastocado en abusos; el placer se ha vuelto alcoholismo; el amor es raro; los estudios, más aún. Lo nómada se ha perdido, pero la casa nunca fue hogar. No es triste, es solo estático, real.
Kuessipan entronca con Los asesinos de la luna, de David Grann (Literatura Random House) y con Ni aquí ni allí, de Tommy Orange (AdN) para poner el foco en la supuesta asimilación de comunidades indígenas que crecimos viendo como salvajes lanzadores de flechas en la cultura blanca occidental. Los tres son libros bellos. Y necesarios.
Necesarios, porque entroncan a su vez con el cuestionamiento de las miradas que hemos adquirido de la historia. Las reservas indias no fueron sino agujeros de fracaso, alcoholismo y recolocación de gentes que molestaban a los blancos por su manera de ser. Mejor no verles.
En el juego de conexiones que circulan por la mente hay otra más. La figura de la reserva india nos trae a la cabeza lo fácil que es convivir con la desigualdad. No con el desigual, sino con la desigualdad. Esta pasa hoy por la exposición al coronavirus, más potente en barrios humildes de fuerte densidad de población como los de Barcelona y Madrid. Estos días, las autoridades llaman a sus habitantes a no salir de casa. Vallecas como reserva india, no salgan, no molesten. Nos quedan (por leer, por escribir) muchas novelas como Kuessipan para retratar la desigualdad de hoy.
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