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Carta desde Europa
Tribuna
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La mascarilla, de un dogma a otro

Estuvo en la picota en Francia durante semanas y se ha convertido ahora en una herramienta milagrosa

Maxime Tandonnet
Personas con mascarillas, paseando por el distrito de los Campos Elíseos, en París, Francia.
Personas con mascarillas, paseando por el distrito de los Campos Elíseos, en París, Francia.JULIEN DE ROSA (EFE)

La mascarilla se impone como un emblema de lo que ha sido la vida política francesa en 2020. Desde principios de este año, atormenta a la gente. Este objeto se interpreta ahora como un símbolo de la división democrática y de la crisis de confianza de los franceses en sus líderes. Uno de los hechos políticos más insólitos de los últimos años es el giro que sobre este tema ha dado el discurso oficial en unas semanas.

En el apogeo de la crisis de la covid, en marzo-abril, cuando la epidemia alcanzaba su punto álgido con picos diarios de más de 1.000 muertes (1.438, el 15 de abril), el relato oficial, científico y mediático, podía resumirse en una sola consigna, martilleada en las ondas hasta la obsesión: prometían, juraban, que en la vida cotidiana la mascarilla no sirve absolutamente para nada. Así, entre innumerables declaraciones diarias en este sentido, el 4 de marzo, el portavoz del Gobierno declaraba, al no contar con existencias: “No es necesario comprar mascarillas”. Luego, el ministro de Sanidad calificaba de “innecesario” el uso masivo de mascarillas y lo desaconsejaba; el primer ministro afirmaba que “no estaban recomendadas para la población en general”.

A expensas de un cambio radical, las máximas autoridades del Estado hacen ahora del uso de la mascarilla el principal instrumento en la lucha contra la epidemia. El decreto del 10 de julio hace obligatorio su uso, en primer lugar, en el transporte público, sancionando el incumplimiento de la norma con una multa de 135 euros. Durante todo lo que llevamos de verano, aunque el número de fallecidos está en claro descenso (unos 20 al día), esta obligación se ha extendido a todos los establecimientos abiertos al público, comercios, Administraciones y salas de espectáculos, a determinados espacios urbanos (Toulouse, distritos de París) y, ahora, a empresas privadas.

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Ante este cambio de rumbo, los ciudadanos tienen derecho a hacerse preguntas. Y no es más que una cuestión de lógica: si la mascarilla, como se afirma hoy, ofrece una protección real, su destierro absoluto durante varios meses, en el discurso y en la práctica, ha contribuido inevitablemente a amplificar el desastre. ¿Qué parte de responsabilidad tiene este rechazo en el siniestro saldo de la covid-19, que ha provocado más de 30.000 muertos en Francia?

Cargar contra los asesores, médicos y científicos no es una solución. “No lo sabíamos”. En un sistema democrático, la responsabilidad recae únicamente en quien toma las decisiones políticas. Él es, pase lo que pase, responsable de haberse rodeado de malos consejeros y de escuchar sus malos consejos. Hoy se señala con el dedo a los antimascarillas y se les considera un peligro público. Pero, ¿quién oficializó, propagó el discurso antimascarilla, antes de cambiar de opinión tarde, una vez pasado el pico mortal de la epidemia? ¿Quién difundió la idea de que la mascarilla era innecesaria? Los mismos que hoy dan lecciones...

¿No estamos cambiando a ciegas de un dogma a otro? La mascarilla, en la picota durante semanas, se ha convertido de repente en una herramienta milagrosa, y el objeto maldito se ha vuelto beneficioso y obligatorio en todas partes. Pero, ¿quién se toma la molestia de explicar a los franceses las razones de este cambio de doctrina? El pueblo es un buen chico. Un día le enseñan sabiamente que las mascarillas son inútiles y que debe confinarse; no las usa y se confina. Al día siguiente le cuentan arbitrariamente lo contrario: la mascarilla es imprescindible y los que se resistan a llevarla serán sancionados duramente. Y el pueblo se somete de nuevo, sin el menor atisbo de explicación.

El uso generalizado de la mascarilla en la calle, hacia el que Francia tiende inexorablemente, no es en absoluto baladí: “Ocultar la cara vulnera los requisitos mínimos de la vida en sociedad, la República se vive a cara descubierta” (circular de 2 de marzo de 2011 sobre la prohibición de llevar burka). Así, impuesto y generalizado en la calle, modifica profundamente la naturaleza de las relaciones sociales, promueve el anonimato, la incomunicabilidad, la despersonalización y, por consiguiente, la violencia. ¿Cómo se podría demostrar ahora su utilidad en los espacios abiertos, durante tanto tiempo negada? Los franceses tienen derecho a una explicación.

Aparentemente, la rueda gira y todo sale a las mil maravillas: hasta las curvas de popularidad de los principales dirigentes nacionales están al alza. Sin embargo, a la larga, estas contradicciones con consecuencias vertiginosas y aún no calculadas en cuanto a salud pública, vidas humanas, impacto en la economía y en el empleo, pesarán en la conciencia colectiva. La era de la sospecha, tras la crisis de los chalecos amarillos y el movimiento social, está en pleno apogeo en las entrañas del país: ¿habrán impuesto la mascarilla en la calle para amordazar a la gente? Pase lo que pase, la confianza de la Nación en el relato oficial, ya gravemente dañada durante décadas, saldrá aún más tocada, tal vez con consecuencias políticas incalculables e impredecibles hoy.

Maxime Tandonnet es ensayista y colaborador de Le Figaro.

Traducción de News Clips.

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