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Columna
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La jaula de la militancia

El pensamiento político también comienza en el “pero”. Sabemos que lo hemos perdido cuando no somos capaces de conceder ni una sola cosa al adversario

Andrés Barba
Una diputada indica, con su dedo, el sentido del voto en el Congreso de los Diputados.
Una diputada indica, con su dedo, el sentido del voto en el Congreso de los Diputados.EUROPA PRESS/J. Hellín. POOL (Europa Press)

Una de las repercusiones menos comentadas, pero también más perversas, de la pandemia ha sido la forma en la que hemos convertido nuestras opiniones políticas en creencias acríticas. Los monárquicos cada vez están más cerca de pensar la institución como un derecho divino que otorga a la nación una especie de principio unitario; los comunistas regresan al relato del rico como gran demonio universal; los neofascistas vuelven a hablar de patria militarizada y “saneada” de sus elementos parasitarios; los capitalistas hablan de regulación y pérdidas, empeñados en un lenguaje mágico que ya no produce, sin embargo, los efectos mágicos deseados; pero hay algo que se ha trastocado discretamente en todos esos discursos familiares, una radicalización que no es solo una cuestión de grado (como si antes solo hubiésemos sido “moderadamente” monárquicos, comunistas o capitalistas), sino una especie de imposibilidad total de la crítica con la propia militancia, una especie de efecto hooligan.

Ahora no se puede ser monárquico y sin embargo hacer un comentario crítico sobre la huida del rey emérito. No se puede en realidad ni pronunciar la palabra “huida”, como demuestran los malabarismos verbales de nuestro presidente del Gobierno. Ahora se es monárquico como se es del Barça o del Atleti, de manera total y excluyente, en un más allá de la razón o un más acá del fanatismo. Y del mismo modo que el hooligan se ve incapaz de reconocer que ha sido penalti por mucho que le hayan cortado la pierna al delantero, el monárquico no puede mostrarse crítico con la huida del rey (y desear la pervivencia de la institución en Felipe VI, algo, por qué no, perfectamente plausible) sin ser acusado de querer romper o bloquear el sistema. Nunca una queja perfectamente racional por una huida preventiva de la justicia ha estado tan cerca, para tanta gente, de tirar un cóctel molotov. Lo ha demostrado también la forma en la que el PP, salvo dos o tres excepciones, ha defenestrado en bloque y puesto de patitas en la calle a su antes “adorablemente deslenguada” Cayetana Álvarez de Toledo por haberse convertido en “intolerablemente deslenguada” al cuestionar la huida del rey. “No voy a permitir que ningún portavoz del PP critique o pida explicaciones al rey”, dicen que le advirtió muy severamente Pablo Casado, uno de nuestros mayores garantes de la Monarquía y la libertad de pensamiento.

Pero más allá del barro político de la semana, lo que nos deja este efecto hooligan es una de esas paradojas de las que hablaba Krastev en su libro ¿Ya es mañana? al comentar los efectos de la pandemia: por un lado, estamos viviendo un renacimiento del culto a los ideales que podría parecer ilusionante si no fuera porque está construido sobre la anulación de la capacidad crítica del individuo. El efecto hooligan tiene una repercusión inmediata y mesurable en todos nosotros: estamos atrapados en un pensamiento binario. Nosotros, ellos. Buenos, malos. Leales, antisistema. Razonables, irresponsables. No hay nada en medio. El lugar, precisamente, donde se produce el pensamiento crítico, que es, en sentido estricto, a lo único a lo que se puede llamar pensamiento.

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La literatura comienza en el “pero”, solía decir una maravillosa escritora argentina, Hebe Uhart. El pensamiento político también comienza en el “pero”. Sabemos que lo hemos perdido cuando no somos capaces de conceder ni una sola cosa al adversario, cuando no podemos reconocer ni una sola flaqueza, cuando todos los reproches se dirigen al sistema, al Gobierno, a los grupos políticos contrarios. Pero lo cierto es que basta desactivar el pensamiento binario para recuperar, aunque sea por un instante, el oxígeno de las cosas que éramos capaces de pensar cuando nos atrevíamos a poner en cuestión nuestras militancias. La crítica no es necesariamente deslealtad ni desamor. Todo lo contrario: la crítica es el único lugar en que el verdadero amor y la verdadera lealtad se ponen en juego.

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