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Tribuna
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Mis amigos

Murió mientras dormía. De no ser por la epidemia, aún viviría. No estoy dispuesto a escuchar a nadie más diciendo que el virus “va a enseñarnos una lección”, o que “nos va a llevar a una vida más sencilla”

Eshkol Nevo
MIs amigos
ENRIQUE FLORES

Uno. Un buen amigo mío murió al empezar la epidemia. Era un maravilloso narrador y el dueño del café de Jerusalén Tmol Shilshom. En ese café tuvo lugar la segunda cita con la que hoy es mi esposa. Fuimos para escuchar a David Grossman y luego, mientras caminábamos por la calle, ella me dijo que su sueño era casarse con un escritor (así que no me quedó otra). También tuvo lugar en el mismo café, Tmol Shilshom, mi primer encuentro con el público como escritor. Acudieron cinco personas, pero gracias a la atención y las preguntas que formuló el dueño lo recuerdo como una buena experiencia. Con los años, el propietario y yo nos hicimos amigos. Y tuve el privilegio de disfrutar de su especial habilidad para entablar conversaciones íntimas. Conversaciones espirituales y honestas después de las cuales te sientes mejor. Murió mientras dormía. Al parecer, de un ataque al corazón. Aunque, de hecho, él es una de las víctimas del coronavirus. Por la noche sintió dolores en el pecho, pero no quiso ir al hospital por miedo al contagio. Era relativamente joven. Estoy seguro de que, de no ser por el virus, aún estaría con vida. Y yo todavía tendría al amigo. Cuando supe de su muerte, tuve un gran deseo de estar en compañía de las personas que lo amaban. Pregunté dónde tendría lugar el funeral. Me respondieron que debido a la situación, la ceremonia transcurriría en la más estricta intimidad familiar. Pregunté por la shiva. Me dijeron que sería el domingo por la noche con el Zoom. ¿Una shiva por Zoom?, le dije a mi mujer llorando. Qué terrible. Odioso virus, añadí. Lo odio. No estoy dispuesto a escuchar a nadie más diciendo que el virus “va a enseñarnos una lección”, o que “nos va a retornar a una vida más sencilla”. El virus es un hijo de puta.

Dos. Otro amigo mío es actor. Cuando éramos adolescentes fuimos a clase de teatro juvenil y después de dos lecciones quedó claro quién tenía talento y quién haría mejor en buscarse otro camino para expresar sus angustias. Ahora, mi amigo actor está sin trabajo. A causa del virus hace ya medio año que los teatros están cerrados. La semana pasada, la cajera del súper no admitió su tarjeta de crédito. Me ha llamado para contarme que acaba de salir de una entrevista en la escuela de su hija para ocupar una plaza de profesor suplente. Lo que ocurre es que la escuela es de las “democráticas”, por lo que en la comisión de admisión de profesores suplentes también hay alumnos. Y resultó que en la entrevista se encontró con dos amigas de su hija, unas niñas de 10 años que van a menudo a su casa a comer tortitas y que le hicieron preguntas cómo: ¿Por qué quieres ser profesor suplente?, o ¿Cuáles son tus puntos débiles? Y que escuchaban sus respuestas con caras graves. Nos reímos de esta historia, en vez de echarnos a llorar.

Tres. Con mi amigo músico salimos a caminar a la una de la madrugada. Caminamos por los campos de las afueras de la ciudad y le aullamos a la Luna. He observado que cuando esta no aparece, él va más despacio. Le sugiero que, mientras dure la epidemia, haga shows en vivo en Facebook. Me dice que no puede cantar sin tener al público frente a él. Sencillamente, no puede. Le sugiero que aproveche el tiempo para trabajar en algo nuevo. Dice que lo intenta, pero todo cuanto escribe le parece irrelevante, perteneciente a un mundo que ya no existe. Durante el paseo, sin darnos cuenta nos quitamos la mascarilla y, cuando nos acercamos a la ciudad, se detiene a nuestro lado un coche de la policía y nos increpa por el megáfono: ¿por qué no llevan las mascarillas? Estamos practicando deporte. ¿Esto es deporte?, se burla el policía. Vais a paso de tortuga. ¿Y qué problema hay? Replica, enojado, mi amigo. Ya de adolescentes tenía tendencia a meterse en líos. El policía sale del coche, furioso. Le digo entre dientes que cierre la boca, pero él le grita al poli: mira, mira, señor policía, nos ponemos las mascarillas. El poli se nos acerca, porra en mano. Su mirada dice que pasaremos la noche en el calabozo. Pero, entonces, algo cambia en su rostro. Se detiene. Observa detenidamente a mi amigo y dice: un momento, ¿no eres…? Mi amigo lo admite y el policía dice: me encantan tus canciones. Oye, ¿sacarás cosas nuevas? ¿Preparas algo? Mi amigo baja la cabeza tímidamente: sí, estoy trabajando en un nuevo álbum. El poli dice, estupendo, estupendo, en este momento necesitamos una buena sacudida. Después vuelve en sí, se mete en su papel, alza un dedo reprobatorio hacia ambos y lanza un: cuidadito con ir sin máscaras, ¿eh? ¡Hay una segunda ola!

Cuatro. Mi amigo el ginecólogo está contento. Debido a la segunda ola del virus van menos mujeres a visitar el hospital. Por miedo al contagio, pocas mujeres se someten a tratamientos de fertilidad. De repente, su agenda está vacía y dispone de mucho más tiempo para dedicar a su mujer y sus dos hijos. Descubre que, de hecho, eso es lo que más le gusta hacer. En una de las videoconferencias me pide: recomiéndame un libro, finalmente, tengo tiempo para leer. Le sugiero El sol desnudo, de Isaac Asimov, cuya acción transcurre en un planeta donde la gente se relaciona entre sí solo a través de pantallas por miedo a infectarse con virus. Para hacer boca le leí una frase del libro: “En ausencia de contacto entre los seres humanos perdemos el interés central por la vida, desaparecen cantidad de intereses intelectuales, en gran medida nos abandona la razón de vivir. Ver no puede sustituir a mirar”.

Cinco. Mi amigo, felizmente casado, me llamó para preguntarme si podría recomendarle un terapeuta de pareja bueno y barato.

—¿Puedo preguntarte para quién es?

—Para nosotros.

—¿Para vosotros? —pregunto sorprendido.

—Pues sí —admite.

—¿Puedo preguntarte qué es lo que ha ocurrido?— Intento averiguar.

—No lo sé —responde— y la voz se le quiebra cuando lo dice. Desde que comenzó el coronavirus, noté que ella me evitaba. Como si yo fuera contagioso. Y cuando intento hablar de ello, dice que la molesto. Que le falta aire. Como si de golpe me aborreciera.

—Oye, para nadie es fácil esta situación —le digo.

—Sí —dice con el tono de “no es solo lo que te cuento, hay más”.

Y yo prometo pasarle el teléfono de unos psicólogos mañana lo más tardar.

Seis. Nos reunimos todos los amigos para la manifestación en Jerusalén. Todos llevamos mascarillas. Cuando nos acercamos no nos abrazamos, solo nos presionamos los codos. Durante la manifestación conservamos dos metros de distancia, de acuerdo con las recomendaciones. Protestamos contra el primer ministro. Y en favor de la democracia. Y contra la corrupción. Y a favor del Estado de derecho. Pero creo que, en realidad, en las pancartas que esgrimimos también podríamos haber escrito: Estoy solo aunque tenga familia. O: Ya no puedo más. O: Que alguien me abrace ya. O: ¿Qué sucederá? A las once de la noche la policía anuncia que la manifestación debe terminar. En general, llegado este momento, la gente se echa al suelo y hay enfrentamientos con la policía. Nosotros ya no tenemos la edad adecuada para eso, así que doblamos las banderas y las pancartas para dirigirnos al café Tmol Shilshom. Está cerrado por la epidemia. Entonces nos quedamos frente a la entrada y guardamos un minuto de silencio en recuerdo del amigo. Acto seguido nos encaminamos hacia los coches. Es agradable, Jerusalén, por la noche. Sopla una ligera brisa y es posible creer que otros días llegarán.

Eshkol Nevo es escritor. Su último libro es Tres pisos (Duomo Ediciones).

Traducción del hebreo de Eulàlia Sariola.

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