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Tribuna
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El árbol y las nueces del yihadismo

Los islamistas políticos han comprendido que infiltrarse en el sistema es la mejor manera de obtener lo que quieren

Manuel R. Torres Soriano
Víctimas del atentado de Barcelona, el 17 de agosto de 2017.
Víctimas del atentado de Barcelona, el 17 de agosto de 2017.DAVID ARMENGOU Y MARCELA MIRET

De entre las innumerables amenazas que contiene la propaganda yihadista, hay algunas que generan una especial inquietud en la sociedad española. Se trata de aquellas promesas de implantar el dominio coactivo del islam sobre el territorio de la península ibérica. Los terroristas anhelan vengar la “herida sangrante” de la pérdida Al Andalus, fantasean con el momento en que los “apóstatas” y “cruzados” hayan sido expulsados y sometidos, y los musulmanes puros puedan volver a orar en el interior de la Mezquita-Catedral de Córdoba o izar su estandarte en las torres La Alhambra de Granada. Estas alusiones no son meros recursos retóricos, por el contrario, tienen una enorme influencia a la hora de añadir un plus de legitimidad a la violencia contra los que se señala como ocupantes de una tierra arrebatada por la fuerza a sus legítimos dueños. Sin embargo, si algún día se materializase esa distopía totalitaria, no sería por el empuje de grupos como Al-Qaeda o Estado Islámico.

El yihadismo carece de una verdadera visión estratégica. Sus líderes plantean objetivos maximalistas que implican transformar el mapa político-religioso de la totalidad del planeta, sin embargo, no existe una concreción real de los medios, fases y acciones necesarias para lograr un objetivo de tal magnitud. Sólo existe una permanente apelación al poder transformador (cuasi mágico) de la violencia, depositando en Alá la responsabilidad exclusiva de entrelazar los acontecimientos para otorgar la victoria a sus partidarios. Asesinar no sólo es un medio, sino un fin en sí mismo, ya que ni los ideólogos más imaginativos han sido son capaces de imaginar una secuencia lógica de eventos que explique, por ejemplo, cómo el atropello de civiles en la Rambla de Barcelona es una acción imprescindible para que algún día el Califato vuelva a extenderse en las tierras de Al Andalus.

El fanatismo maniqueo del yihadismo les impide consolidar ninguna ganancia. Cualquier enfoque gradualista, la búsqueda de alianzas y el abandono temporal de sus reivindicaciones es denunciado como una concesión al pecado. Estado Islámico lo tuvo todo a su favor para erigir en un tiempo récord un proto-Estado en Siria e Irak, sin embargo, su agresividad suicida terminaría dilapidando esa posición ventajosa, no sólo por su empeño en provocar de manera simultánea al resto del planeta y galvanizar una coalición internacional en contra de sí mismos, sino por dedicar gran parte de sus esfuerzos a combatir a otras milicias islamistas que estaban destinados a ser sus aliados naturales.

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No obstante, sí que existen otros actores que han sido capaces de actuar de manera estratégica, planteando una vía realista de cómo avanzar hacia la supremacía universal de la religión islámica. Las figuras más importantes de la historia temprana de Al Qaeda y Daesh pasaron por las filas de la organización islamista más influyente de la historia: Hermanos Musulmanes. Todos ellos terminarían desencantados con el enfoque gradualista de la organización, la cual contemplaba la islamización de la sociedad (y posteriormente del orden político) como un lento proceso de transformación que va de abajo hacia arriba. Frente a la intransigencia del yihadismo, la Hermandad muestra una enorme flexibilidad para adaptarse a las circunstancias y oportunidades que se presentan en cada momento y en cada contexto local. Para sujetos como Osama Bin Laden, Ayman al-Zawahiri o el Abu Bakr al-Bagadadi, resultaba insoportable este tacticismo. Su furor revolucionario encajaba mal con la disposición de los Hermanos a sacar partido de prácticas “pecaminosas” como la participación en elecciones o los acuerdos con el enemigo. De entre la larga lista de agravios que formularían estos arrepentidos destaca sobre todo la acusación de herejía por haber abandonado el deber sagrado de la yihad armada.

Sin embargo, el tiempo ha terminado demostrando que el planteamiento de los islamistas políticos era el acertado, mientras que la impaciencia y la obsesión por la violencia de los yihadistas ha resultado estéril. Si Estado Islámico, se hubiese planteado como objetivo específico la vuelta del rezo musulmán a la basílica de Santa Sofía en Estambul, planteando para ello una campaña de extorsión a través de secuestros, ataques bomba, etc., es muy probable que el templo nunca hubiese perdido su condición de museo abierto y plural. La violencia terrorista habría terminado envenenando dicha reclamación, y el edificio hubiese adquirido un nuevo significado como símbolo de la resistencia activa frente al fanatismo. Por el contrario, ha sido el islamista Erdogan el que ha sabido coronar esa meta desplegando astutamente una estrategia que entendía que, con carácter previo a este paso, debían ser laminados todos los focos de resistencia social e institucional que se oponían a la pérdida de la laicidad de Turquía.

La mayoría de las ramas del islamismo han comprendido que infiltrarse en el sistema, en lugar de atacarlo de frente, es la mejor manera de obtener lo que quieren. Al convertirse en los socios privilegiados del entramado institucional, se aprovechan del desesperado deseo de las élites occidentales de establecer un diálogo permanente con cualquiera que se arrogue la representación de la comunidad musulmana. Paradójicamente, grupos como Hermanos Musulmanes han sabido presentarse hacia sus interlocutores en Occidente como el antídoto más eficaz contra las interpretaciones desviadas del islam. Todas sus demandas han sido conveniente aderezadas con el lenguaje de la prevención de la radicalización, lo que se ha convertido en un señuelo irresistible para unos políticos que se han resistido a entender que la verdadera naturaleza del proyecto del islamismo es incompatible con la libertad individual y el pluralismo religioso. Erdogan terminaría dirigiendo triunfal el rezo en la que será la nueva mezquita de Estambul, pero para llegar a ese hito, siempre tuvo claro que debería mantener un perfil bajo hasta conseguir debilitar la oposición, sofocar la libertad de expresión y hacer naufragar la incipiente democracia turca. Hemos tardado en comprender que sigue siendo el mismo político que, 15 años atrás, encandiló al presidente Rodríguez Zapatero, el cual creyó haber encontrado a su alma gemela en el épico proyecto de crear una Alianza de Civilizaciones que pondría fin a la falta de entendimiento entre Occidente y el mundo musulmán.

Manuel R. Torres Soriano es profesor titular de Ciencia Política en la Universidad Pablo de Olavide y miembro del Consejo Académico del Instituto de Seguridad y Cultura.

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