Coleccionista
Los cromos de la distopía instalada en nuestro futuro perfecto son las colas del hambre y las personas inmigrantes que saltan de la patera y echan a correr mientras turistas nacionales los contemplan con sus mascarillas mojadas
Durante décadas económicas, televisivas, educativas, religiosas —todas a una como Fuenteovejuna— fijamos en nuestra mente el álbum imaginario de la distopía. Allí coleccionamos: estampas de alimentos amarillos envueltos en plástico duro y adolescentes que se hidratan con refrescos burbujeantes; cópulas a través de artilugios que evitan el contacto físico —¿recuerdan a Horacio Altuna?—; cíborgs con gafas telemáticas, implantes cocleares y piernas de titanio; la Estatua de la Libertad, ruinosa e inclinada, redescubierta por Charlton Heston —este elemento era muy, muy distópico—… En mi álbum hay un cromo que nunca cambiaría: ese cazador de replicantes, con gabardina años cuarenta, a punto de morir entre los muslos de una muñeca rubia virtuosa en la ejecución de piruetas asesinas…. El futuro ya está aquí y los cromos del álbum ya no son iguales, aunque lo distópico tiene que ver con la producción de soja, pesticidas, el cáncer inducido por venenos envasados en colores pastel, robots que fabrican coches mientras operarias ingenuas aseguran que esta lavadora “tiene un cachito de mí” —estoy obsesionada— y con una ortopedia tecnológica que, a la vez de facilitar la vida a personas con discapacidades —las pantallas aplazan el cuerpo y nos igualan, apunta la estupenda Remedios Zafra—, normaliza sistemas de vigilancia que ahora nos importan mucho y que, hace poco, nos resultaban cómodos cuando la gente se implantaba un chip bajo la piel para pasar rápidamente por la caja del supermarket.
Ayer la histriónica y lucidísima Network de Sidney Lumet me hizo pensar. La distopía llegó hace muchos años y, además de con la depredación de un planeta dispuesto a sacar de su permafrost una pandemia tras otra, empezó con la santa trinidad de religión, dinero y democracia: las grandes corporaciones, a través del discurso mesiánico y pizpireto de la publicidad y el proselitismo de nuevas plataformas culturales e informativas, dictan los planes curriculares, la buena lista de valores y el significado de la democracia. Advertencia: estoy a favor de las vacunas y no siento afinidad con Miguel Bosé. Los cromos de la distopía instalada en nuestro futuro perfecto son las colas del hambre y las personas inmigrantes que saltan de la patera y echan a correr mientras turistas nacionales los contemplan con sus mascarillas mojadas. Los cromos de esta distopía futurista son residuos con olor a sangre e iglesia: toreros tuertos que azuzan a los gallos, con las crestas rojas salvajemente rebanadas, para ganar apuestas ilegales e invertir en el cortijo, comprarse otra mascarilla con la banderita de su España y reivindicar las tradiciones de este país que también es mío y que a veces me expulsa porque solo veo el Toro de la Vega, los pasos procesionales y los autobuses llenos de gente que, a primeros de septiembre, ocupará Madrid jaleando a Marine Le Pen que viene a europeizar la costra de una derecha española confesional, visceral y oligárquica. Ese cromo será inolvidable en mi álbum distópico. Mientras tanto, pego el que ayer me mandó mi amigo Augusto Torres: un vuelo de Ryanair atestado de jóvenes que van a celebrar una despedida de soltera en Bratislava con una polla gorda adornándoles la frente. Este cromo ocupa hoy un lugar privilegiado en mi distópica colección.
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