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Tribuna
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Un falso dilema

Las leyes sanitarias permiten adoptar medidas que incidan gravemente sobre derechos fundamentales de individuos o grupos individualizados; lo que no pueden es confinar a un grupo indeterminado de personas

Javier Barnes
Ilustración tribuna Barnes
Eva Vázquez

Nuestro ordenamiento jurídico, como el de tantos otros países, no estaba preparado para hacer frente a esta pandemia. El estado de alarma se quedaba corto; el de excepción, largo. Las leyes sanitarias estaban diseñadas para actuaciones localizadas y de respuesta rápida, pero no para un confinamiento generalizado de la población... Las medidas que ofrece nuestro Derecho son, en cierto modo, insuficientes e imperfectas. Y, sin embargo, “con estos bueyes hay que arar”.

Para salir al paso de esas dificultades, no cabe desde luego una lectura parcial o sesgada de nuestro Derecho. Tampoco sirven las referencias al panorama comparado de los países de nuestro entorno, si esas soluciones no han sido asumidas en nuestro caso.

Las leyes sanitarias españolas, tal y como están concebidas hoy y ahora, tienen por objeto “medidas individuales” en la lucha contra la pandemia (cierres de instalaciones, inmovilizaciones, suspensión de actividades, aislamiento...). En nuestro Derecho “individuales” significa que tienen por destinatarios a individuos o grupos individualizables de personas (una familia, una comunidad, una sección de un barrio...). De ahí que se sujeten a autorización previa o a ratificación judiciales en la medida en que inciden sobre los derechos fundamentales. Por el contrario, quedan fuera de su ámbito las que se dirigen a una pluralidad indeterminada de personas (un municipio, una comarca, una provincia...). Estas sólo pueden ser adoptadas al amparo del estado de alarma —con los matices que se quieran respecto del de excepción. “Cuando la epidemia afecte a todo o a parte del territorio de una Comunidad Autónoma, el presidente de la misma podrá solicitar del Gobierno la declaración de estado de alarma”, dice significativamente la Ley Orgánica sobre la alarma. Acudir en su lugar al decreto ley autonómico no hace sino complicar las cosas, haciéndose acreedor a peores objeciones en función de libertades, garantías y control parlamentario.

En suma, las leyes sanitarias permiten adoptar medidas que incidan gravemente sobre la libertad u otro derecho fundamental de un grupo individualizado de personas por “motivos de extraordinaria gravedad o urgencia” (con el correspondiente control judicial), así como medidas generales que afecten tan sólo superficialmente a aquellos —como las normas sobre aforo, desinfectación, horarios, distancia o acondicionamiento. Lo que no pueden, por ejemplo, es confinar a un grupo indeterminado de personas (en ese caso, además, a la pérdida de movilidad se le unirán la privación de otros muchos derechos fundamentales por efecto dominó). Esa operación tan sólo puede autorizarla la declaración de alarma (con sus garantías), acción ésta que puede producirse con la misma celeridad que la de cualquier otro Ejecutivo, sin menoscabo de la protección de la vida y la salud.

Que las leyes sanitarias sólo autorizan a adoptar medidas individuales en el sentido indicado no solo se desprende de los debates parlamentarios, de los ejemplos y supuestos que ellas mismas citan, o de la lógica del sistema —que ha de coexistir con el régimen del estado de alarma—, sino de principios fundamentales y fundadores de las democracias parlamentarias. Y es que, en efecto, sostener sin más que las leyes sanitarias dan cobertura a cualquier limitación de los derechos fundamentales y libertades públicas por la sencilla razón de que autorizan a las Administraciones a “adoptar cuantas medidas sean necesarias” —inciso éste inserto en un contexto de intervenciones menores— es algo que no se admite en las Constituciones occidentales, porque no satisface las mínimas exigencias del principio de legalidad y de la reserva de ley.

No es sólo que esa afirmación (“cualquier medida necesaria” o análogas) haya de ser interpretada en el contexto de la propia ley sanitaria y del estado de alarma, sino que los derechos fundamentales —de una pluralidad indeterminada de la población— no son de libre disposición y no pueden entenderse incluidos en esa lacónica expresión legal, que por lo demás ninguna condición o garantía establece. Quienes han sostenido lo contrario se enfrentan a un resultado incoherente y absurdo: si las medidas contra la enfermedad son individuales, cuando menos se cuenta con la audiencia si cabe y en todo caso con el control judicial (autorización previa o ulterior ratificación); si interviene el Gobierno y declara una alarma parcial estará sujeto a plazo y a prórroga en el Congreso de los Diputados, entre otras condiciones. Pero si es la comunidad autónoma no hay ninguna garantía, ni limitación de tiempo, aunque las medidas sean exactamente iguales, o más graves, que las adoptadas para el estado de alarma. El auto del juzgado de instrucción de Lleida, de 12 de julio, advirtiendo que justamente eso supondría eludir el estado de alarma parcial y las garantías que le acompañan, resulta impecable en su conclusión.

Ciertamente, uno y otro esquema en vigor —alarma y legislación sanitaria— podrían modificarse. Así, las leyes sanitarias se podrían inspirar en la Ley federal alemana contra las infecciones, traída como ejemplo a este debate. Pero esa ley, nótese bien, establece con precisión qué derechos fundamentales pueden ser afectados y en qué condiciones, cosa que no hacen nuestras leyes sanitarias. Y además se inscribe en un sistema de tutela cautelar y de control parlamentario de los reglamentos que son desconocidos en nuestro Derecho.

Mientras tanto, sin embargo, ambos regímenes —sanitario y de alarma— se complementan y ayudan recíprocamente. La frontera entre uno y otro —localizada en la individualidad o generalidad de la injerencia sobre los derechos fundamentales— no es geométricamente perfecta, pero la función que a cada uno corresponde resulta clara.

No es, pues, una cuestión política, ni competencial. Es de libertades. Como la salud, los derechos fundamentales son cosa de todos. No es un asunto de ideologías, ni de partidos. No es un problema de mayorías o minorías (recuérdese por lo demás que los derechos fundamentales nacieron precisamente para proteger a las minorías).

En el mundo occidental, y no sólo en Europa, los juristas llevan meses debatiendo sobre cómo evitar la pérdida innecesaria de libertad al tiempo que se protegen suficientemente los derechos, en primer lugar, el derecho a la vida sin diferencias de edad o estado de salud. Y mucho se ha dicho sobre la cultura de los derechos fundamentales en tiempos de pandemia. Sin embargo, parece que en España hay quienes apuestan por la pérdida de garantías y de libertades con tal de defender sus ideales políticos. Sorprende que no pocos se vean atrapados por la vieja querella del “quién debe hacer qué”, mientras olvidan al ciudadano, y se minoran sus garantías sin preocuparse por la precaria infraestructura básica de los derechos fundamentales (desde la falta de transparencia a la paralización del poder judicial, cuya actividad se considera asombrosamente como no esencial), ni tantas cuestiones relativas a cada derecho en singular. O nos tomamos en serio los derechos fundamentales o nunca volveremos a la normalidad.

Javier Barnes es catedrático de Derecho Administrativo, premio internacional de investigación Humboldt.

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