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Tribuna
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Por atún y a ver al duque

Frente a quienes quieren servirse de la situación del rey emérito para poner fin al sistema constitucional de 1978, el Gobierno de Pedro Sánchez tiene la oportunidad de liderar políticas para salir de la crisis institucional

Augusto Delkáder
EDUARDO ESTRADA

La ofensiva desatada sobre la Monarquía por sectores que se arrogan con pasmosa facilidad la representación total de la sociedad española sugiere que más que establecer, aclarar y enjuiciar, en su caso, comportamientos irregulares del rey emérito se dirige a aprovechar las contradicciones internas del sistema para derrumbar lo que no se consigue en las urnas por métodos rancios y conocidos de la agitación política. Se trata de imponer una agenda, que conduzca a debates donde esconder las vergüenzas propias y marcar un territorio propicio a las simplificaciones y la manipulación emocional.

Otra cuestión bien diferente y pertinente, la tramitación política de la decisión de dejar el territorio nacional por el rey emérito, se debe sustanciar de alguna manera en las Cortes, como señalaba en estas páginas el profesor Cruz Villalón.

La transparencia se debe contraponer a las lindezas que hemos escuchado del vicepresidente Iglesias y la ministra Irene Montero, residenciadas en el terreno de sus ensoñaciones ideológicas de poner fin al sistema político constitucional de 1978. Cuando el vicepresidente comparecía en campaña electoral, leyéndonos párrafos de la Constitución con cara circunspecta de cura obrero, realizaba el mismo ejercicio que ahora, pero de otra manera. Podemos puede y está en su derecho de tener esta pretensión política, pero conviene que los ciudadanos conozcan con claridad los objetivos que las fuerzas políticas persiguen, sus inconvenientes y sus ventajas. Debates adulterados que ocultan actitudes de ir por atún y a ver al duque deben ser desenmascarados.

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Este propósito es desde hace tiempo, sin embargo, un objetivo no disimulado de las fuerzas del independentismo, que con la mochila de corrupciones y saqueo de las arcas públicas practicadas en las últimas décadas —3%, Palau de la Música…— comparecen ahora a dar lecciones de lucha contra la corrupción. Desatornillar la pieza de la Jefatura del Estado es visto por estas fuerzas como un movimiento eficaz para desmembrar el Estado.

La sociedad española tiene un sistema de convivencia democrática muy razonable. Suficientemente glosado varias veces por los logros del pasado, pero con mecanismos que le conceden capacidad de respuesta a los problemas del presente y perspectivas de encarar el futuro con seriedad y esperanza.

Este sistema constitucional, que es despreciado por esos sectores, es el que permite aclarar y establecer posibles responsabilidades, desde los comportamientos del jefe del Estado o las coimas de la Generalitat hasta si el señor Iglesias retuvo indebidamente una tarjeta de teléfono móvil varios meses. El principio de transparencia es universal, no selectivo.

A todos, como a cualquier ciudadano, le ampara la presunción de inocencia y no como una consigna o jaculatoria cínica, sino como un principio que se cree y se practica. “Todo el mundo interpreta que su traslado fuera de España tiene que ver con intentar eludir la acción de la justicia”. Esta declaración inmoral de la ministra Irene Montero es un compendio de una mentalidad totalitaria que, comenzando por arrogarse la capacidad de conocer lo que todo el mundo opina, realiza un juicio de intenciones y miente a sabiendas

Nos enfrentamos a un otoño cargado de incertidumbres en todos los terrenos; podemos añadir injustificadamente otras que dificulten o perjudiquen las salidas posibles. Nos podemos empeñar en conseguir la tormenta perfecta.

Acierta plenamente el presidente Sánchez cuando zanja este falso debate con firmeza y autoridad en el Consejo de Ministros, porque la convicción en los principios democráticos exige una defensa de esta piedra angular de la Constitución, poniéndose a resguardo de quienes tratan de arrastrarlo al precipicio del oportunismo y el aventurerismo político.

Cuando se debatió en el Congreso de los Diputados la Constitución, a la hora de fijar la posición del PSOE sobre la Jefatura del Estado, Luis Gómez Llorente, no precisamente un cortesano o fundamentalista monárquico, manifestó en su intervención la prioridad de buscar los más amplios consensos posibles y resaltó la absoluta compatibilidad de la institución con los principios democráticos. Estas afirmaciones del diputado socialista cobran especial vigencia en estos días y se han visto ratificadas y acrecentadas en la práctica de estos años y con toda rotundidad en momentos decisivos.

Los sistemas políticos democráticos funcionan por sus instituciones y precisamente por eso, entre otras cosas, se diferencian de los regímenes totalitarios, ya que no se sustentan en los personalismos y los comportamientos individuales. El ejercicio del poder democrático está basado en un complejo juego de instituciones que se equilibran, se regulan y se controlan.

La Monarquía parlamentaria ha tenido y tiene un comportamiento ejemplar en ese juego de instituciones y precisamente las decisiones de estos días avalan ese compromiso fundado con el desenvolvimiento normalizado de la actividad pública. Si se confirmaran los comportamientos irregulares del rey emérito, afectarían a su persona y para nada a la institución que encarnó en su día. Es cierto que arrojarán una carga emocional y de desencanto a unas generaciones que vivieron la Transición política como un quehacer colectivo. Esa decepción sobre la persona de Juan Carlos I no es hereditaria en términos políticos.

En todo este proceso es exigible, no obstante, un principio de rotunda transparencia en su tramitación y desenlace y las consecuencias lamentablemente, si las hubiera, serán sobre quien hubiera realizado un comportamiento tan indigno de tan alta personalidad institucional.

El legado político de Juan Carlos I está jalonado de páginas brillantes, contribuciones decisivas en la normalización democrática española y una firmeza encomiable en cerrar las heridas de la cruenta Guerra Civil. Esta realidad no puede ser borrada ni debe ser hurtada torticeramente al conocimiento de las futuras generaciones.

La monarquía fue vista por Churchill en el Reino Unido como ese lazo misterioso que aunaba y simbolizaba los territorios dispares que componían el espacio de la Corona. Sería deseable que en España camináramos por las sendas del entendimiento y el reformismo, abandonáramos a los predicadores fundamentalistas, que tanto han perjudicado a este país en el último siglo, y lográramos a través del acuerdo un marco de entendimiento que ofrece la Constitución de 1978.

Lanzar ahora una reforma constitucional sobre la forma del Estado es una insensatez política, un deseo indisimulado de establecer las relaciones de confrontación y crispación en la vida pública y el último recurso de quienes en el auge de antagonismos irreconciliables y enfrentamiento entre los ciudadanos encuentran el territorio idóneo para su actividad pública. No hace dos meses, el CIS señalaba que solo el 0,5% de los españoles veía la Monarquía como un problema. No ayudemos a crearlo. Tampoco tengamos miedo a encarar los hechos actuales con toda claridad y con los mecanismos que la propia Carta Magna prevé.

Las consecuencias de esos problemas en estos momentos darían aún más incertidumbre a un futuro lleno de presagios, donde se necesita más que nunca priorizar los objetivos y restablecer una transversalidad social que apoye los esfuerzos y sacrificios que habrá que realizar para superar las consecuencias económicas atroces de la pandemia. Quienes viven en política de emponzoñar los conflictos carecen de capacidad de gestión para solucionar los problemas y desde la soberbia que conceden los empachos ideológicos trasnochados esta senda del entendimiento no les resulta atractiva.

En contraposición se sitúa el Partido Socialista, que fue clave para nuclear la estabilidad política española de los últimos 40 años. Ahora vuelve ese reto a llamar a su puerta para resolver las cuestiones fundamentales de las próximas décadas. No es la repetición del pasado, es concebir y articular la iniciativa política del futuro. El Gobierno del presidente Sánchez tiene la oportunidad y, muy probablemente, el apoyo mayoritario de la sociedad para desde el liderazgo trazar, como ya ha comenzado a lanzar sus primeros mensajes, la política que nos saque de este marasmo institucional y superar la crisis sobrevenida.

Esta es la hora del liderazgo

Augusto Delkáder es periodista.

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