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Tribuna
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La inmunidad del rebaño

La ausencia de democracia interna en los partidos es una de las enfermedades más serias de nuestro sistema político. Sin políticos prestigiosos, la democracia seguirá funcionando, pero el país se estancará

Juan Luis Cebrián
inmunidad de rebaño
EVA VÁZQUEZ

Siempre me ha llamado la atención que voces oficiales sobre la evolución del coronavirus usen el término “inmunidad del rebaño” para describir la resistencia comunitaria de la especie humana al contagio. Después de todo lo que hemos oído en los últimos meses, tengo razonables dudas sobre el conocimiento médico acerca de los procesos inmunológicos, pero no albergo ninguna respecto a la experta comprensión de los políticos sobre el comportamiento de los rebaños. No hablo en este caso de los integrados por un hato de ganado lanar, sino (la RAE dixit) de esos “conjuntos de personas que se mueven gregariamente y/o se dejan dirigir en sus opiniones o gustos”. No podría describirse mejor la conducta de los grupos parlamentarios en Cortes.

La deriva popular hacia el ejercicio de la democracia asamblearia ha acabado por morder el músculo, ya muy débil, del régimen representativo. El Parlamento español dejó hace tiempo de ser un lugar de deliberación y pacto. Sus debates en las sesiones plenarias no merecen casi nunca semejante nombre; más bien parecen algaradas estudiantiles o expresión de pasiones deportivas, trufadas siempre de sentimientos de gratitud hacia quienes les dispensan favores. Lo más fácil así es seguir el camino que marca el sonido de los cencerros.

El Partido Popular, entre otros, montó un escándalo porque los socialistas rompieran la norma sanitaria que restringía la asistencia de diputados a fin de rendir ruidoso homenaje a su secretario general. La quiebra por parte del Gobierno de sus propias órdenes y orientaciones en la defensa contra la covid-19 la iniciaron su presidente y vicepresidente nada más decretar el estado de alarma, y no pasó nada. Ahora tampoco creo que ese aumento del aforo signifique grave desprestigio para el comportamiento de la cámara, aunque puede ser utilizado como argumento por miles de ciudadanos dispuestos a recurrir onerosas multas por infracciones menores que esa.

Lo peor, en mi opinión, es la costumbre inveterada de convertir el hemiciclo en un coso taurino, donde se jalean las faenas del matador por parte de los subalternos. Que yo sepa, no hay muchos parlamentos democráticos en los países avanzados que abusen tanto como el nuestro de las ovaciones, no tan frecuentes ni siquiera en los teatros, donde la calidad del texto representado y la expresividad de la interpretación es muy superior a la de los discursos de muchos representantes políticos. Contra lo que sucede en lugares de ocio y eventos culturales, en Cortes no es el público el que aplaude (lo tiene naturalmente prohibido), sino subordinados de los infatuados oradores. Diputados y diputadas deben el escaño no tanto a sus electores como a los dirigentes de sus partidos. Pueden decretar su muerte civil y política mediante el expeditivo sistema de expulsarles de las listas. O ni siquiera eso: basta con colocarles a la cola.

Enrojece por eso contemplar la obsequiosa actitud de los componentes de los grupos parlamentarios mayores, y aún alguno de los medianos, con sus jefes. Para no hablar de que el Consejo de Ministros se pueda convertir en un conjunto de pelotas que aplauden a quien les nombra y puede destituirlos con arreglo al ya muy conocido método Marlaska. La ausencia de democracia interna en los partidos políticos, herederos del centralismo democrático leninista, es una de las enfermedades más serias de nuestro sistema político, corroído por el clientelismo y el cultito a la personalidad, por pequeña que esta sea. Que encima se manifieste con expresiones de júbilo cada vez que hablan los de arriba en el templo de la democracia supone un espectáculo penoso.

No hay diferencias ideológicas en esto. Sánchez, Casado, Iglesias, Rivera —cuando Rivera aún existía— se han dedicado con esmero al control interno de sus partidos, liquidando cruelmente la disidencia, antes que a ensayar la ampliación de sus bases electorales. El mantenimiento de listas cerradas y bloqueadas en las candidaturas a las elecciones es un arma letal que puede utilizarse contra cualquiera de sus colaboradores, convertidos así en vasallos. Si alguna oveja del rebaño no es obediente, se la sacrifica y en paz, y si no es posible hacerlo se la envía al grupo mixto, una especie de exilio interior. También se desfigura y dificulta el papel de los barones territoriales, cuyas objeciones al poder central requieren, aunque no se expliciten, considerables dotes de heroísmo. Este sistema egotista de entender la democracia, junto a la incapacidad de ilustres próceres para escribir las tesis doctorales que firman, explica bastante bien la pobre evaluación que de ordinario merece su oficio en las encuestas de opinión. Sin políticos prestigiosos, referentes sociales e intelectuales respetados, la democracia puede seguir funcionando, pero el país se estancará. Solo atendiendo a los requerimientos de los ciudadanos antes que a los de la militancia y los burócratas de sus formaciones, podrá un auténtico líder garantizar la gobernanza y merecer el asentimiento de la opinión pública.

Dirigirse a los militantes desde la sociedad, en vez de someter a esta a las manías y obsesiones de la aparatocracia partidaria, le permitió a Felipe González gobernar España durante casi tres lustros y sentar las bases de una estabilidad ahora dinamitada por personalismos y ambiciones pequeñas. Los partidos políticos, en el poder y en la oposición, son elementos vertebrales del funcionamiento de la democracia, imposible de articular sin su concurso. Pero la ausencia de pluralismo interno, que muchos utilizan como método de afianzar su dirigencia, acaba debilitando las formaciones, fragmentando el escenario electoral y perjudicando el interés general de la sociedad.

Pío Cabanillas, exministro de Franco que lo fue también en la democracia, decía que uno tiene amigos, enemigos y compañeros de partido. Estos le dieron la puntilla a Adolfo Suárez; el propio Sánchez tuvo parecida experiencia al inicio de su ascendente carrera, débilmente apoyada por los sufragios que cosecha. Se preguntaba el presidente cómo siendo capaces de entenderse entre sí Gobiernos tan diversos como los europeos, puede resultar imposible un pacto interpartidario en España que permita administrar sus recursos en los tiempos difíciles que vienen. Olvidaba que él fue inventor del No es no, ahora remedado torpemente por la oposición.

Su empeño, sin embargo, tiene sentido. En circunstancias tan dramáticas como las que vivimos sería suicida para el país, y probablemente inútil, acudir de nuevo a elecciones. El PP puede garantizar mediante un acuerdo presupuestario la continuidad del actual equipo gobernante y exigir a cambio que desaparezcan de su programa algunos de los proyectos fiscales y laborales que ya ha comenzado a liquidar de hecho el propio Sánchez, bajo la presión de Europa y del coronavirus. Sería una forma de ayudar al PSOE a abandonar amistades peligrosas y de procurar moderar los excesos y demagogias de conservadores y progresistas. Si encima, y pese al semifracaso de la comisión de reconstrucción, fueran capaces de crear una mesa política para tratar de los problemas del país en vez de mantener la patraña del diálogo con Torra, a lo mejor el Parlamento recuperaba algo de su antiguo prestigio, y dejaban sus señorías de decir chorradas e insultos, para dedicarse a tratar de sacar a España del hoyo en que tratan de arrojarla. La oportunidad se parece a la que ya desperdició en su día Ciudadanos, y no tiene por qué entorpecer el ejercicio de una oposición constructiva que acalle las trompetas del apocalipsis.

Aunque cosas parecidas, y más difíciles, se han visto en la elogiada Alemania de Merkel, ya sé que nada de esto va a suceder. Claro que si lo intentaran, al menos tendríamos el verano en paz. Sin aplausos y con alguna esperanza: la de un rebaño inmunizado frente a la demagogia y el servilismo.


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