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Columna
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Zaldívar

Ni Joaquín Beltrán ni Alberto Sololuze, deseaban morir, y mucho menos de esa manera. Fue un accidente. Nadie deseaba su muerte

Jorge M. Reverte
Dos máquinas actúan sobre el derrumbamiento de Zaldibar.
Dos máquinas actúan sobre el derrumbamiento de Zaldibar.Javier Hernández.

Los cuerpos de dos hombres permanecen sepultados, bajo muchas toneladas de basura, de inmundicias, en un vertedero situado en Zaldívar, en Bizkaia, desde el 6 de febrero. Hace ya muchas semanas de que el accidente, porque fue un accidente, se llevó por delante a esos dos hombres, de los que apenas se habla, o sí, pero no tanto como se debería, porque un bicho maligno se ha dedicado a sembrar otro tipo de muerte en España: el coronavirus que se ha llevado a otra vida, o mejor dicho, a otra muerte, a unos 30.000 paisanos, a 600.000 en todo el mundo.

Es imposible saber de quiénes se sentían más cerca los muertos del vertedero. No sabemos, ni sabremos nunca, casi seguro, si pertenecían a alguna comunidad, si se sentían cercanos a alguna identidad, a lo que son tan aficionados sus paisanos vascos. Y es también imposible saber ahora, y a quién rayos le importa eso, la jerarquía de razones para morir que tuvieran. Si la patria, la familia, el juego de pelota…

Porque lo que es casi seguro, en los dos casos, es que no querían morir. Mucho menos, sepultados por toneladas de basura. Ni Joaquín Beltrán ni Alberto Sololuze deseaban morir, y mucho menos de esa manera.

Fue un accidente. Nadie deseaba su muerte.

Pero tampoco se hizo todo lo posible por evitarla. Hay ya unos detenidos por ello. Por no haber puesto en marcha los mecanismos, que los hay, de protección de unas vidas.

Casi seguro que los detenidos por las dos muertes entre los responsables del vertedero se sienten inocentes. Como nos pasaría a casi todos.

Lo que pasa es que tiene que haber un antes y un después de Zaldívar. Porque es una ley casi general en España que el derecho al trabajo se ejerza casi fuera de la ley.

Desde muy pronto, decenas de trabajadores se pusieron a buscar a los sepultados. Lo hicieron rebuscando entre toneladas de amianto. Quienes luchan en Madrid contra la empresa del metro por su resistencia a asumir los daños causados por ese material en los pulmones de los currelas, se echaron las manos a la cabeza al saberlo.

Ni Joaquín ni Alberto querían que más trabajadores se unieran a la larga lista de muertos por la codicia y la desidia.

Hagamos un hueco en nuestra cabeza a quienes desde los sindicatos pelean para que trabajar no suponga jugársela.

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