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Tribuna
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La última bala de Trump

Para evitar la derrota electoral, el presidente actual va a llevar hasta el límite la polarización en un país que ya sufre los efectos de esa estrategia. Pero hoy tiene más difícil el triunfo que hace cuatro años

Antonio Caño
Tribuna A. Caño
EULOGIA MERLE

Estados Unidos vive sobre un barril lleno de pólvora. A poco más de tres meses de las elecciones presidenciales, el desorden y la perturbación que han dominado todo el mandato de Donald Trump se han agudizado como consecuencia de la crisis sanitaria y las protestas contra el racismo. El clima de división que el presidente introdujo en la política norteamericana desde su irrupción en escena puede alcanzar un grado inquietante en la recta final de la campaña electoral, con el peligro incluido de que el resultado que salga de las urnas no sea aceptado por la Casa Blanca y condene al país a una crisis institucional sin precedentes y a peligros desconocidos en su larga historia democrática.

En la medida en que las circunstancias y las encuestas se le han ido volviendo en su contra, Trump ha ido recurriendo al arma de la polarización como su principal respuesta. Incapaz de ocultar los pésimos resultados de la gestión sanitaria, ha convertido la lucha contra la covid-19 en una guerra cultural en la que el uso de mascarillas se interpreta como una claudicación ante el totalitarismo y su rechazo como una expresión de libertad y americanismo. Secundado en esa batalla por los gobernadores republicanos más fieles, la terquedad en politizar el virus ha extendido los contagios, elevado el número de muertes y multiplicado la angustia de millones de familias que no saben qué les espera todavía en los próximos meses.

Igualmente cercado por la reacción popular contra el racismo, Trump ha utilizado los escasos y aislados casos de violencia que ese movimiento ha generado para responder con una exagerada demostración de fuerza que, en algunas ocasiones, rebasa la legalidad vigente. Especialmente preocupante ha sido el despliegue de agentes federales en uniforme de combate en las calles de Portland, uno de los principales bastiones de las protestas, como una forma de intimidación y de represión que podría ser inconstitucional. Ajeno a las críticas que eso ha generado y, sin duda, estimulado por el apoyo que puede tener entre un sector de la clase media asustada por las manifestaciones, Trump ha amenazado con desplegar esas unidades casi parapoliciales en otras ciudades del país, aun sin contar con el apoyo de los respectivos alcaldes.

Cómplices involuntarios de esta estrategia de polarización ha resultado ser toda la ola de revisionismo histórico que, al hilo de las protestas antirracistas, ha decidido poner en cuestión a los mayores símbolos del pasado, desde George Washington hasta Abraham Lincoln y Teddy Roosevelt, pasando por Thomas Jefferson y, por supuesto, Cristobal Colón. Los ataques contra las estatuas y la memoria de esos personajes le ha dado a Trump la oportunidad de resaltar el carácter anarquista y antiamericano de las protestas y presentarse como lo que en el fondo cree ser, un salvador de la patria. Al mismo tiempo, el radicalismo de quienes ofrecen como solución a los abusos policiales la disolución de los cuerpos de policía conduce a una sensación de irracionalidad y caos del que sólo pueden sacar partido los más demagogos y oportunistas.

Como consecuencia de su estrategia y de los errores de sus rivales, Estados Unidos vive en una permanente tormenta. Hay quienes creen ver en esta situación el embrión de una revolución, el cambio drástico que quedó pendiente en 1968 y que los millennials vienen ahora a completar. Muy probablemente, no será para tanto. Pero sí es indudable que el país atraviesa por un momento crítico que marcará su rumbo en las próximas décadas, para bien o para mal.

Mucho va a depender por supuesto del resultado de las elecciones de noviembre. El demócrata Joe Biden dispone de una cómoda ventaja en las encuestas —rozando los 15 puntos en algún caso—, lo que debería darle la victoria casi con seguridad. Si fuera así, cabe esperarse de Biden un retorno a la normalidad política y a la reparación sin estridencias de los daños causados por Trump. Es previsible que eso resultará insuficiente para quienes ahora empujan en la calle por transformaciones más profundas. Pero el simple hecho de que la Casa Blanca estuviera ocupada por un agente de la moderación y la estabilidad y no, como ahora, por un promotor del enfrentamiento y el odio, podría ser suficiente como para reconducir los problemas futuros hacia un terreno que los hiciera manejables.

Pero Trump no ha tirado aún la toalla ni mucho menos. Sus posibilidades de victoria son reducidas pero no nulas. Trump cuenta con un voto oculto que puede acudir silenciosamente a las urnas. Cuenta con que el miedo por su futuro entre la población de raza blanca —literalmente vilipendiada por la corrección política y la intelectualidad progresista— pese el día de la votación. Cuenta con que la incertidumbre que generan las protestas callejeras en una sociedad profundamente conservadora se haga sentir a la hora de la verdad. Cuenta también con que la debilidad de la candidatura de Biden, que no fue más que la solución in extremis para evitar la opción mucho más desastrosa de Bernie Sanders, arrastre al final pocos votantes.

Tendrían que coincidir todos esos requisitos y alguno más para que la victoria de Trump fuera posible. No puede descartarse por completo el recurso final de un conflicto con Irán para modificar la ecuación. Pero, sin contar eso, lo tiene ahora mucho más difícil que hace cuatro años. Entre otras razones porque muchos de los que le votaron entonces con la intención de enviar un mensaje de atención al sistema, han comprobado que Trump ha ido mucho más lejos de lo que ellos pretendían: ha estado a punto de liquidarlo. Y el peligro no ha pasado todavía. Estas elecciones se celebrarán en unas condiciones excepcionales; en medio de una pandemia que exigirá tomar precauciones extraordinarias para la emisión del voto y que obligará a aumentar considerablemente el voto por correo. Todo eso puede acabar siendo la receta perfecta para la confusión. Los expertos anticipan ya una oleada de dificultades e impugnaciones que pueden levantar una nube de sospecha sobre el proceso electoral. ¿Qué ocurrirá si Trump es derrotado en esas circunstancias? Mucho peor, ¿qué ocurrirá si Trump es derrotado en esas circunstancias y por un escaso margen? La pregunta en sí misma resulta pavorosa y reveladora del retroceso que ya se ha producido en esta democracia. Pero es peor la sospecha de que el presidente no aceptaría el resultado. El propio Trump se ha negado a responder con contundencia sobre cuál sería su actitud cuando se le ha preguntado al respecto en alguna entrevista.

Mientras tanto, para evitar esa derrota, Trump va a llevar hasta el límite la polarización en un país que ya sufre los efectos de esa estrategia. La división que Trump introdujo en la sociedad norteamericana —aunque, probablemente, él no es más que el continuador de una política diseñada en los años noventa por Newt Gingrich y prologada después por el Tea Party— no sólo ha destruido al Partido Republicano, al que ha sometido a su voluntad caudillista, sino que ha desconcertado al Partido Demócrata, donde a Biden le va a ser muy difícil sortear el extremismo que se ha abierto paso, y ha debilitado a los medios de comunicación, cuya credibilidad se ha visto erosionada por la batalla ideológica a la que Trump los invita diariamente y en la que con demasiada frecuencia caen. En realidad, todo el país es hoy un recipiente de discordia y desasosiego en el que cualquier cosa parece posible.

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