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Columna
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Europa y la luz de Rembrandt

Para sortear la crisis, más que la severidad, hay que buscar lo que nos hace próximos y nos iguala

José Andrés Rojo
Retrato de una mujer, de Rembrandt.
Retrato de una mujer, de Rembrandt.

En una exposición que se puede ver en el museo Thyssen de Madrid hay un montón de retratos de algunos de los remotos abuelos de los holandeses de nuestra época. Posan con toda seriedad, un tanto envarados, quizá demasiado solemnes. Casi siempre van de negro, lucen sus mejores prendas, llevan elegantes y delicadas golas blancas con sofisticados y primorosos encajes. Costaba bastante dinero contratar a un pintor para que te inmortalizara en un lienzo y, cuando los burgueses de entonces lo hacían, el posado se convertía en una ceremonia trascendental, al fin y al cabo estaban midiéndose con el tiempo. Así que en esos gestos contenidos, lo que se cuenta es una vida de dedicación y trabajo, y el éxito obtenido: la conquista de una existencia apacible y con recursos en un lugar en pleno desarrollo. Se trata de Ámsterdam entre 1590 y 1670, y hay obras de Cornelis van der Voort, Werner van den Valckert, Frans Hals, Jacob Backer y otros, y claro, también de Rembrandt. Estos días, en que durante las negociaciones en Bruselas sobre el fondo de reconstrucción para combatir los destrozos de la pandemia el representante holandés se ha significado tanto a la hora de reivindicar controles y de exigir en cada país de la Unión las reformas necesarias para justificar el gasto de cada euro, resulta significativa su actitud por el aire de familiaridad que tiene con la expresión de sus antepasados. Hay un cuadro de Dirk Santvoor en el que retrata a las gobernantas y celadoras de Spinhuis, una institución que se ocupaba de enderezar la vida de mujeres de dudosa reputación. Basta verlas para hacerse cargo de cuán rígida e implacable podría ser esa vigilancia en manos de aquellas señoras.

En un librito aparecido hace poco se han reunido dos breves textos de Marcel Proust, uno sobre Rembrandt y otro sobre Chardin y Rembrandt. El autor de En busca del tiempo perdido los escribió cuando empezaba a dar sus primeros pasos en la literatura. Los grandes pintores, le explicó en noviembre de 1895 al director de la revista en la que pretendía publicar uno de ellos, son quienes “nos inician al conocimiento y al amor del mundo exterior”, son los que nos abren los ojos para ver la realidad. Para referirse a la maestría de Rembrandt, Proust apuntó que con él “lo que dejaremos atrás es la realidad misma”. ¿Qué quiere decir? Que en un primer momento, y ahí están sus primeros retratos de la exposición del Thyssen, sus obras se parecen más al mundo que a él mismo. Conforme va madurando, sin embargo, es la luz de su pensamiento la que ilumina sus trabajos. A partir de un determinado momento, escribe, los rostros que pinta “aparecen en una especie de materia dorada, como si todos hubiesen sido pintados con una misma luz, que sería, parece, la del sol poniente cuando sus rayos, tocando directamente los objetos, los cubren con oro”.

Ahora que Europa ha dado un gran salto para unir fuerzas en lo que previsiblemente será una larga batalla contra la recesión que ha provocado el coronavirus, más que los moldes rígidos que atrapan una realidad que resulta tantas veces hosca y distante, lo que hace falta es esa luz de Rembrandt, como la que ilumina el cuadro donde retrata a su hijo leyendo, que disuelve toda severidad y nos hace próximos, nos iguala. No hay otra, en los próximos años todos tendremos que pelear juntos para sortear la tempestad.

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Sobre la firma

José Andrés Rojo
Redactor jefe de Opinión. En 1992 empezó en Babelia, estuvo después al frente de Libros, luego pasó a Cultura. Ha publicado ‘Hotel Madrid’ (FCE, 1988), ‘Vicente Rojo. Retrato de un general republicano’ (Tusquets, 2006; Premio Comillas) y la novela ‘Camino a Trinidad’ (Pre-Textos, 2017). Llevó el blog ‘El rincón del distraído’ entre 2007 y 2014.

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