El sueño de la razón
Confundir el Código Penal con la política lleva a cuestiones y problemas jurídicos absurdos
El Supremo decidió ayer dar lugar al recurso del Ministerio Fiscal contra el auto del Juzgado de Vigilancia Penitenciaria de Lleida que ratificó la aprobación del régimen previsto en el artículo 100.2 del Reglamento Penitenciario para Carme Forcadell, revocando dicho régimen. El régimen establecido, bajo el principio de flexibilidad, en el 100.2 prevé una adaptación extraordinaria del cumplimiento del régimen de segundo grado en prisión (el habitual, con permisos pero sin salidas permanentes y recurrentes, como en el tercero), para proporcionar “los medios necesarios para adaptar el tratamiento a las necesidades individuales de cada interno, cuyo programa podrá combinar, incluso, elementos de los diferentes grados de clasificación”. Eso sí, “siempre y cuando dicha medida se fundamente en un programa específico de tratamiento que de otra forma no pueda ser ejecutado”.
Conforme a una popular teoría, cuando ya se ha producido la condena el fin de la ejecución de la pena ha de estar primordialmente en la resocialización del penado, singularmente en relación con la pena de prisión. A esto alude también la Constitución cuando menciona en su artículo 25 como objetivo de las sanciones criminales el de alcanzar la reinserción social del delincuente.
En nuestro Derecho Penitenciario esto se traduce en la idea de usar la reclusión para preparar al interno al regreso a la sociedad, esto es, como ha dicho recientemente Basso, perseguir la “maximización de la no desocialización”, acompañar la mera privación de libertad de un programa de reinserción, progresivo, en varios grados.
La decisión del Tribunal Supremo se enfrenta a varias cuestiones jurídicas nada fáciles. En primer lugar, ¿quién resulta competente, el órgano judicial común especializado en vigilancia penitenciaria con sede en Lleida, o el Tribunal Supremo en Madrid, sin práctica en esta materia? El Supremo concluye que necesariamente ha de ser de su competencia, para garantizar la seguridad jurídica e igualdad en diversos territorios. En segundo lugar, ¿la aplicación del régimen penitenciario especial del 100.2 supone algo más que una medida de tratamiento habitual o, por el contrario, implica una decisión equivalente a la clasificación en grado del sistema progresivo, o sea, atañe a la ejecución de la pena? El Supremo estima que la decisión es tan relevante que no puede considerarse un mero asunto (ordinario) de tratamiento, sino equivalente a una decisión sobre el grado. Y el fondo del asunto, en tercer lugar: las tareas que ha asumido la penada Carme Forcadell fuera de prisión para justificar sus salidas (ayudar en una institución dedicada a la ayuda a menores de ámbitos marginales; acompañar a la hora del almuerzo a su anciana madre), ¿contribuyen a su resocialización, como es preceptivo para conceder un régimen excepcional como el del artículo 100.2, forman parte de un programa específico? El fiscal argumentó, y el Supremo le sigue, que nada tiene que ver con el delito —grave delito por el que fue condenada— lo que está haciendo fuera de la prisión.
Ahí está la madre del cordero. Carme Forcadell fue condenada como autora de un delito de sedición. ¿Cómo resocializar a alguien que ya está perfectamente socializado? Este problema se agrava porque hay demasiada política en el actual delito de sedición. ¿Cómo se resocializa a una sediciosa independentista? ¿Cómo se “cura” penitenciariamente a una autora por convicción? ¿Con un tratamiento consistente en el visionado de documentales sobre nuestra común y bella patria hispana? ¿Con un máster de procedimientos constitucionalmente lícitos, ilícitos y delictivos en el ejercicio de cargos políticos? ¿A una persona inhabilitada?
Parece claro, una vez más, que política y proceso penal no deben mezclarse. Que confundir el Código Penal con la política lleva a cuestiones y problemas jurídicos absurdos.
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