Europa federal
El gran plan de recuperación económica, el mayor peso en subsidios que en créditos, su financiación con eurobonos, y el rechazo a las decisiones por unanimidad y al veto inauguran una nueva época en la UE
Europa acelera su transformación federal. Con la inmensa cuantía del paquete de recuperación (casi duplica el presupuesto), el grueso dispensado en subsidios (que generan derechos) y su financiación mediante eurobonos (de riesgo mancomunado en el mercado), el salto cualitativo es categórico.
Además, los apoyos no se desplegarán por unanimidad de los 27. Desaparece así, en esta cuestión clave, el derecho de veto reclamado por algunos. Eso intensifica su impronta federal, pues la unanimidad —y su cara oscura, el derecho individual a vetar una medida— paraliza la vida política comunitaria; genera fragmentación; obstaculiza las apuestas, y distorsiona las decisiones mediante frecuentes chantajes colaterales. La unanimidad es confederal (Constitución de los EE UU de 1776). La mayoría cualificada, federal (la de 1789).
La batalla ha sido encarnizada. El Gobierno del halcón Mark Rutte encabezó el rechazo a todo el paquete desde el principio. Y ha ejercido en la cumbre como una mini-Margaret Thatcher, sin su peso ni arrojo. La secuencia que ahora termina empezó en marzo, con las ofensas de su ministro de Economía, Wopke Hoekstra, a los sureños. Luego postuló que, en vez de forjar un plan, los prósperos dieran “un donativo” a los pobres: ni programa conjunto de reactivación, ni eurobonos (que “no solucionan nada”), ni decisiones comunes.
Entre lo humillante y lo risible, no voló. En segunda fase, La Haya asumió la necesidad del plan, pero con “condiciones muy estrictas”, a imagen de los rescates, con recortes sociales. Como esa condicionalidad externa a la propia finalidad del programa (recuperación, cohesión, digitalización, pacto verde) contrariaba lo que hoy se necesita, también capotó, pese a los intentos de patriotas algo quintacolumnistas.
La tercera fase sustituyó la condicionalidad por un control estricto de los desembolsos, otorgando la decisión de completarlos al Consejo, que decidiría mediante unanimidad (eventual sumisión a cualquier veto caprichoso) y sortearía a la Comisión.
Era doblemente ilegal: sustraía a Bruselas su función constitucional (artículo 17 del Tratado de la UE, Lisboa) en la gestión del presupuesto (a través del cual se tramitan los apoyos del plan). Y atentaba contra su artículo 16.3 TUE, que establece: “el Consejo se pronunciará por mayoría cualificada [VMQ], excepto cuando los Tratados dispongan otra cosa”. Como la base jurídica del plan es el artículo 122 del Tratado de Funcionamiento, TFUE (apoyos en caso de “dificultades graves”, “catástrofes naturales” o “acontecimientos excepcionales” incontrolables), y ese artículo no dispone otro sistema de votación, opera la VMQ. Negarlo era defender lo ilegal.
Así que la idea se estrelló con estrépito y se buscó un subterfugio para aparentar un poder de veto. Se encontró en la teoría de los “frenos de emergencia”, a veces usados para “parar el reloj”, detener temporalmente la aprobación de un proyecto, una medida, o su aplicación.
El más famoso en la historia europea es el compromiso de Luxemburgo, que sirvió para superar la crisis de las sillas vacías (de Francia) de 1965. Como el general De Gaulle temía una mayoría contraria de los otros socios a los desembolsos de la nueva política agrícola, suspendió la asistencia de su país a las instituciones. La salida al conflicto, ya en 1966, consistió en garantizarle que cuando se discutiesen decisiones “en las que estén en juego intereses muy importantes” (vitales) de un socio, la discusión continuaría hasta hallar soluciones “que puedan ser adoptadas por todos”, a lo que Francia apostilló: “Hasta que se consiga la unanimidad”. El pacto apenas se enervó, pero bastaba sugerir que se evocaría para imponer el requisito de la unanimidad al grueso de decisiones, en vez de por mayoría. La ofensiva nacionalista triunfó, pero no por siempre. Con el Acta Única de 1986 se generalizó la VMQ.
También el compromiso de Ioánnina (1994) permitía parar el reloj. En vísperas de la ampliación nórdica, preocupaba el consiguiente cambio de peso relativo de los votos que ostentaba cada Estado miembro. España y el Reino Unido salían perjudicados. Se estipuló que si un grupo de socios casi alcanzaba la “minoría de bloqueo”, sin colmarla, el Consejo haría lo imposible para alcanzar en un plazo razonable una “solución satisfactoria” con apoyo suficiente. Apenas hubo que aplicarlo, y nunca por más de un día.
La parada de reloj en el caso actual será mucho más ardua de lograr que en esos precedentes. El pacto diseña una gobernanza clara (Conclusiones, punto A.19). Y enrevesada. En casos normales, irá por la directa: la Comisión evaluará si los planes nacionales de recuperación se atienen a las “recomendaciones específicas” anuales del Consejo; si refuerzan el “crecimiento potencial y la creación de empleos”; y contribuyen a “la transición verde y digital”. Si los cumplen, los someterá al Consejo (Ecofin), que decidirá, como corresponde y subraya el acuerdo, por VMQ (artículo 16.4 TUE): la doble mayoría del 55% de Estados (15 de 27) y de población representada por ellos (el 65% del total). El veto es imposible.
Pero en casos infrecuentes —se subraya “excepcionalmente”— se abre una rendija a un reexamen del asunto: como trámite, la Comisión plantea a un comité menor del Ecofin la propuesta. Si uno o varios miembros detectan en un plan “desviaciones graves” sobre los “hitos y objetivos” de los requisitos citados, puede pedir al presidente del Consejo Europeo que lo someta a su institución. Lo máximo que puede hacer esta es discutirlos “exhaustivamente”, y expresar su desacuerdo: son los ministros del Ecofin los únicos competentes para rechazarlo (por VMQ). Mientras se pronuncian los líderes, el proceso de ejecución de los desembolsos por la Comisión se suspende, pero solo por un máximo de tres meses.
El eventual desagrado del Consejo Europeo, ¿cómo se decide? En apariencia, por unanimidad, pues “se pronunciará por consenso, excepto cuando los Tratados dispongan otra cosa” (artículo 15.6 del TUE). Pero ¿qué significa “consenso”? “No es jurídicamente una regla de votación”, sostiene el más eminente jurista comunitario, Jean-Claude Piris (The Lisbon Treaty, Cambridge, 2010). Cuando el Consejo Europeo adopte “actos jurídicamente vinculantes”, afirma, “se obliga a respetar la base jurídica relevante, que en cada caso determina el procedimiento aplicable; tipo de instrumento, regla de votación, etcétera”, concluye.
Pero este no sería un acto vinculante, pues carece de competencia, solo tiene influencia (intensa), así que quizá solo por analogía, los 27 deberían decidir antes cuál sería la regla adecuada de votación. Si piensan que es “de procedimiento”, se obligan a la mayoría simple (se lo ordena el artículo 235. 3 del TFUE); pero si creen que lo desborda, y exhibe perfiles materiales, optarían por la VMQ, que en esta institución es del 72% de miembros, siempre que representen al 65% de la población (artículo 238.2 del TFUE).
En cualquier caso, se imposibilita la unanimidad. Podría darse algún retraso en el desembolso, aunque muy condicionado para que la parada de reloj no fuese frívola: quien impugne debe acreditar “desviaciones graves”; contradecir el criterio de la Comisión; producirse “excepcionalmente” (el mecanismo, en la práctica, es de un uso único); y su petición, ser aceptada por el presidente del Consejo Europeo para tramitarlo a la cumbre. Adiós al veto individual.
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