_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Desescaladora

Yo no busco redundancias, sino síntesis entre mi desbordante alegría de vivir, una racionalidad antinostálgica y una solidaridad antiséptica que me ligue a mi comunidad y haga de mí acompañada superviviente

Marta Sanz
Terrazas de bares en el madrileño barrio de Lavapiés.
Terrazas de bares en el madrileño barrio de Lavapiés.VICTOR LERENA (EFE)

En la desescalada, habitan en mí una doctora Jekyll y una señora Hyde, una cuerda —con que ahorcarme— y una loca, Florence Nightingale e Isadora Duncan. Me dictan al oído mensajes antagónicos. Cortocircuitan. Me hierve la sangre cuando veo a la peña haciendo botellón —botellón y mascarilla son incompatibles—, pero también me pregunto qué va a ser del amor y de esa chispa eléctrica de un dedo desconocido sobre una piel sin nombre. Desde la pantalla led, compruebo el nivel de ocupación de las playas y pillo a esa pandilla insensata —insensata es eufemismo— que se cuela por debajo de las cintas de protección; entonces me sale la vena de epidemióloga y grito en bucle con voz de obsoleta máquina de tabaco: “¡Distancia de seguridad!”, “¡mascarilla no es babero ni codera!”, “¿te lavas las manos?”, “¡no toques!”. Al rato, echo de menos aquellos días en los que compartíamos tenedores: “¡Prueba, prueba!”. Quizás desescalamos muy deprisa y con agravios comparativos: el abigarramiento de las terrazas choca con la distancia de seguridad en actos culturales. No sé si feriantes y subastadoras de chochonas volverán a montar tómbolas y cacharritos. Una rancia nostalgia en blanco y negro, nostalgia por lo que incluso dejé de hacer —ir al rastro, comer churros en la feria—, se contrapone a la reticencia respecto al teletrabajo y sus flexitrabajadores y turbotrabajadoras. Quiero quedarme en casa para siempre refocilándome en placeres limpios, onanistas y misantrópicos, o quizá prefiero participar en orgías y manifestaciones feministas. No sé si quiero que me toques o me estabas tocando demasiado. Si las desapariciones serán eternas o temporales. No sé si me vuelvo nostálgica por joder la marrana —me lavo la boca con aguarrás, pero la expresión define en sí misma una tendencia conservadora— o lo progresista exige una resistencia ante un futuro donde lo único táctil sean las pantallas.

Oigo 1: carpe diem del apocalipsis, riesgo, velocidad, individualismo, libertad personal, empresa, seguro privado, estatalismo autoritario socialista. Oigo 2: lentitud, prevención, profilaxis, bien común, futuro futurista, salud pública universal, que no cunda el pánico, pero puede cundir en cualquier momento. Me reconozco en la segunda voz y me niego a que me hurten la alegría. Busco un nombre para entender lo que pasa: distopía camp. Pensamos que la mascarilla será eterna porque la enfermedad, retroactiva o mutante, habitará para siempre en nuestros cuerpos —coronavirus, ébola, peste bubónica— y no sabemos si somos alienígena o enfermera de la Primera Guerra Mundial. En la barbarie de la crisis, hay quien se lucra con la desgracia mayoritaria y las mayorías necesitan una renta mínima para subsistir. Las colas del hambre coexisten con la tecnología punta. La nostalgia de un ayer, que fue ayer y no hace 500 años, clausura la posibilidad de la memoria consciente, la evaluación de un pasado cuyo sentido nos ayude a comprender el presente y sus urgencias. A la vez clausuramos la idea de un futuro demasiado incierto. Distopia camp es una expresión redundante. Yo no busco redundancias, sino síntesis entre mi desbordante alegría de vivir, una racionalidad antinostálgica y una solidaridad antiséptica que me ligue a mi comunidad y haga de mí acompañada superviviente. Nunca robinsona solitaria.

Haz que tu opinión importe, no te pierdas nada.
SIGUE LEYENDO

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Sobre la firma

Marta Sanz
Es escritora. Desde 1995, fecha de publicación de 'El frío', ha escrito narrativa, poesía y ensayo, y obtenido numerosos premios. Actualmente publica con la editorial Anagrama. Sus dos últimos títulos son 'pequeñas mujeres rojas' y 'Parte de mí'. Colabora con EL PAÍS, Hoy por hoy y da clase en la Escuela de escritores de Madrid.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_