Desescaladora
Yo no busco redundancias, sino síntesis entre mi desbordante alegría de vivir, una racionalidad antinostálgica y una solidaridad antiséptica que me ligue a mi comunidad y haga de mí acompañada superviviente
En la desescalada, habitan en mí una doctora Jekyll y una señora Hyde, una cuerda —con que ahorcarme— y una loca, Florence Nightingale e Isadora Duncan. Me dictan al oído mensajes antagónicos. Cortocircuitan. Me hierve la sangre cuando veo a la peña haciendo botellón —botellón y mascarilla son incompatibles—, pero también me pregunto qué va a ser del amor y de esa chispa eléctrica de un dedo desconocido sobre una piel sin nombre. Desde la pantalla led, compruebo el nivel de ocupación de las playas y pillo a esa pandilla insensata —insensata es eufemismo— que se cuela por debajo de las cintas de protección; entonces me sale la vena de epidemióloga y grito en bucle con voz de obsoleta máquina de tabaco: “¡Distancia de seguridad!”, “¡mascarilla no es babero ni codera!”, “¿te lavas las manos?”, “¡no toques!”. Al rato, echo de menos aquellos días en los que compartíamos tenedores: “¡Prueba, prueba!”. Quizás desescalamos muy deprisa y con agravios comparativos: el abigarramiento de las terrazas choca con la distancia de seguridad en actos culturales. No sé si feriantes y subastadoras de chochonas volverán a montar tómbolas y cacharritos. Una rancia nostalgia en blanco y negro, nostalgia por lo que incluso dejé de hacer —ir al rastro, comer churros en la feria—, se contrapone a la reticencia respecto al teletrabajo y sus flexitrabajadores y turbotrabajadoras. Quiero quedarme en casa para siempre refocilándome en placeres limpios, onanistas y misantrópicos, o quizá prefiero participar en orgías y manifestaciones feministas. No sé si quiero que me toques o me estabas tocando demasiado. Si las desapariciones serán eternas o temporales. No sé si me vuelvo nostálgica por joder la marrana —me lavo la boca con aguarrás, pero la expresión define en sí misma una tendencia conservadora— o lo progresista exige una resistencia ante un futuro donde lo único táctil sean las pantallas.
Oigo 1: carpe diem del apocalipsis, riesgo, velocidad, individualismo, libertad personal, empresa, seguro privado, estatalismo autoritario socialista. Oigo 2: lentitud, prevención, profilaxis, bien común, futuro futurista, salud pública universal, que no cunda el pánico, pero puede cundir en cualquier momento. Me reconozco en la segunda voz y me niego a que me hurten la alegría. Busco un nombre para entender lo que pasa: distopía camp. Pensamos que la mascarilla será eterna porque la enfermedad, retroactiva o mutante, habitará para siempre en nuestros cuerpos —coronavirus, ébola, peste bubónica— y no sabemos si somos alienígena o enfermera de la Primera Guerra Mundial. En la barbarie de la crisis, hay quien se lucra con la desgracia mayoritaria y las mayorías necesitan una renta mínima para subsistir. Las colas del hambre coexisten con la tecnología punta. La nostalgia de un ayer, que fue ayer y no hace 500 años, clausura la posibilidad de la memoria consciente, la evaluación de un pasado cuyo sentido nos ayude a comprender el presente y sus urgencias. A la vez clausuramos la idea de un futuro demasiado incierto. Distopia camp es una expresión redundante. Yo no busco redundancias, sino síntesis entre mi desbordante alegría de vivir, una racionalidad antinostálgica y una solidaridad antiséptica que me ligue a mi comunidad y haga de mí acompañada superviviente. Nunca robinsona solitaria.
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