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opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Gobernar con lengua dura

El periodismo independiente da señales de vida todos los días y los golpes de López Obrador le pican la cresta en lugar de ablandarlo

El presidente Andrés Manuel López Obrador habla con periodistas en la Ciudad de México.
El presidente Andrés Manuel López Obrador habla con periodistas en la Ciudad de México.ALEXANDRE MENEGHINI (REUTERS)

Durante el mes de junio han subido de tono las reclamaciones del presidente Andrés Manuel López Obrador a los periodistas que lo critican. Primero negó la existencia del periodismo independiente y de la pluralidad política. Para él solo hay dos bandos en el debate público: los que están a favor de la cuarta transformación y los que están en contra, a quienes califica de conservadores, hipócritas, golpistas, corruptos y reaccionarios. Quien se atreve a señalar los yerros de su Gobierno pasa en automático de un bando al otro, aunque haya luchado toda la vida por la libertad y la justicia social, como le sucedió al semanario Proceso y a Carmen Aristegui, que a últimas fechas han sido rudamente descalificados, ya sea por López Obrador en persona o por sus guaruras ideológicos. Se les acusa, claro, de “hacerle el juego al enemigo”, como a los odiados revisionistas en tiempos de Stalin.

Millones de mexicanos aprobamos algunos actos de Gobierno de López Obrador y reprobamos otros. No somos adversarios a ultranza del Gobierno, pero así nos ven sus pistoleros a sueldo. Desde el inicio del sexenio, cualquier comunicador que se atreve a tocar con el pétalo de una rosa la investidura presidencial recibe una carretada de insultos en las redes sociales. Según ha demostrado Carmen Aristegui, la agencia informativa estatal Notimex se utiliza para desacreditar a las voces críticas, con la aprobación tácita del presidente. Otra dependencia pública, la Coordinación del Equipo de Comunicación Digital, realiza la misma función a cargo del erario.

Pero esa estrategia intimidatoria tiene resultados contraproducentes, porque muchas veces radicaliza a la víctima del linchamiento. “Norma en la cuarta transformación: aplastar la crítica”, tituló su portada del 7 de junio el semanario Proceso, que por fortuna no se amilana ante los ladridos de la jauría cibernética. El afán de López Obrador por destruir la reputación de sus críticos no es ajeno a ese brote de disidencia en el seno de la izquierda social. El periodismo independiente da señales de vida todos los días, incluso dentro de su propia familia ideológica, y los golpes del Gobierno le pican la cresta en vez de ablandarlo. Ante los resultados de esa táctica pandilleril, cualquier líder sensato preferiría soportar estoicamente las críticas o enmendar las acciones que las provocaron. Pero López Obrador no perdona los desacatos a su autoridad, y en vez de reconocer que su política de comunicación social es un colosal desatino, ha optado por la fuga hacia adelante.

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En un mensaje dirigido a los intelectuales y periodistas supuestamente reclutados por el Bloque Amplio Opositor que se propone derrotar a Morena en las elecciones del año próximo, declaró con una sonrisa retadora: “Lo que no debe existir es la hipocresía. ¿Cómo van a taparse? ¿Cómo van a ensaraparse? Van a decir que son liberales, que son independientes, cuando son conservadores y están a favor de que regresen los privilegios y el antiguo régimen corrupto…”. El patrimonio más importante de un comentarista político es su independencia de criterio. Ponerlo en duda no es una travesura inocua: es una difamación de honor. Los periódicos, los columnistas y los noticieros de radio y televisión al servicio del poder quedaron en evidencia desde 1997, cuando el empuje de la prensa independiente doblegó la censura del viejo régimen. Desde entonces el chayote empezó a perder eficacia como instrumento de control político, pues el público ya podía comparar a los comentaristas que opinaban con entera libertad y a quienes recibían línea del Gobierno.

Los antiguos beneficiarios del chayote no se han retirado de la palestra pública y seguirán engañando a quien se deje, pero ya no representan ninguna amenaza para López Obrador y él lo sabe. Quienes le preocupan son los líderes de opinión que gozan de prestigio y por eso intenta a toda costa pulverizarlo. No puede recurrir a la censura sin manchar sus credenciales democráticas, pero se escuda en el derecho de réplica para bañarlos de lodo en las mañaneras. La imprecisión de su lenguaje y su proclividad a generalizar aumentan el alcance de las balas expansivas que lanza a diestra y siniestra. Llamar conservadores a los neoliberales implica ya una grave falta de respeto al diccionario y a la ciencia política. Pero pretender, además, que neoliberal o conservador son sinónimos de corrupto significa negar la posibilidad de que alguien pueda defender el libre mercado sin ser un hampón.

No solo vocifera contra los periodistas que le señalan errores o fracasos: también los ataca por no prestar suficiente atención a los temas que, a su juicio, deberían tener mayor cobertura. El 17 de junio regañó a varios periódicos y noticieros por no prestar suficiente atención al caso de Genaro García Luna, juzgado en Estados Unidos por su complicidad con el cartel de Sinaloa en el sexenio de Felipe Calderón. “No hay información en El Universal, en el Reforma, en el Proceso, en los programas de radio, en los noticieros de televisión ¿qué pasa? ¿Por qué el silencio?”. Los principales diarios extranjeros también forman parte del complot en su contra. El 18 de junio tachó de conservador a EL PAÍS por no darle suficiente amplitud a la información sobre las acusaciones de fraude contra el rey emérito de España y publicar, en cambio, numerosas críticas a su Gobierno.

Las pendencias mediáticas de López Obrador le cuestan poco al erario. Esta es quizá la única virtud de su estrategia de choque. Pero resulta cuando menos incongruente que insista en denunciar la venalidad periodística o intelectual cuando todas las mañanas muestra una marcada preferencia por el periodismo genuflexo y adulador. Las mañaneras son rituales narcisistas en donde varios patiños previamente aleccionados por el vocero presidencial formulan las preguntas que su majestad quiere oír, no para responderlas, sino para explayarse en sus tópicos favoritos: el indeclinable voto de pobreza que lo aleja de cualquier tentación (“no tengo dinero en bienes ni en cuentas bancarias, nunca he tenido tarjeta de crédito”), su cruzada humanitaria para frenar la delincuencia (“no se puede combatir el mal con el mal, el fuego con la gasolina”), la infinita sabiduría del pueblo mexicano (“uno de los pueblos más avanzados del mundo por su conciencia ciudadana”). Sin las digresiones en que López Obrador se autoelogia sin recato o le da coba al pueblo a la manera de Raúl Velasco, sus falsas conferencias de prensa durarían media hora.

Pero la principal función de la mañanera es ofrecerle un foro para denostar a personas específicas o a gremios enteros. En la conferencia de la que tomé las anteriores citas, celebrada el 9 de junio, arremetió contra los ambientalistas, que, según él, “no decían nada cuando se destruía el país entregando la mitad del país a la explotación minera y ahora están inconformes con la construcción del Tren Maya”. Los ambientalistas honestos han protestado siempre contra la destrucción de las selvas, los bosques y los mantos acuíferos. Los que nunca lo han hecho son los miembros del Partido Verde, aliado de López Obrador, que antes cohabitó desvergonzadamente con Peña Nieto. La ligereza con que el presidente profiere insultos y calumnias a diario no puede traerle nada bueno al país. Ya pagamos las consecuencias de tener un presidente con mano dura (Calderón) y otro con cara dura (Peña Nieto). Nos toca enfrentar ahora las bravatas de un demagogo con lengua dura.

Es comprensible que López Obrador no crea en el periodismo independiente, pues él mismo lo prostituye a diario. Su principal interlocutor en las conferencias matutinas es un Carlos Denegri en pequeño: el pintoresco Gonzalo Pozos, apodado Lord Molécula, un don nadie que antes de este sexenio era un perfecto desconocido. Seguramente gana un sueldo modesto por prestarse a esa farsa, porque el presidente no hace distingos en su reparto equitativo de la pobreza, pero contribuye a distorsionar la opinión pública de igual manera que el legendario rey del chayote. Al parecer, López Obrador cree que dejar sin respuesta una sola crítica puede socavar la estabilidad de su Gobierno y por eso recurre a personajes como Pozos, que le colocan al acusado de cada mañana ante el pelotón de fusilamiento. Pero la fatiga mental ya pesa demasiado en su contra y lo expone a decir con frecuencia barbaridades por las que luego debe pedir disculpas, como le sucedió con su ataque a los médicos “mercantilistas”, denostados en plena pandemia, cuando muchos de ellos se están jugando la vida.

López Obrador sobrestima el poder de las palabras en la arena política, pues el éxito de la 4T no dependerá de sus escaramuzas verbales contra la oposición, sino de sus actos de Gobierno. Por ellos lo juzgará la sociedad mexicana y la historia. El pueblo quiere beneficios, no apapachos. Si disminuye la delincuencia, frena la corrupción y logra sacar al país de la depresión económica en poco tiempo, la ciudadanía premiará a su partido en las urnas, aunque guarde silencio el resto del sexenio, pero de nada le servirá la palabrería si fracasa en ese empeño.

Enrique Serna es escritor mexicano. El vendedor de silencio, su novela más reciente, fue galardonada con el Premio Xavier Villaurrutia

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