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Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Liderazgo alemán

Merkel dejará un legado histórico si pacta el plan de recuperación europea

La canciller alemana, Angela Merkel.
La canciller alemana, Angela Merkel.Andreas Gora / POOL (EFE)

Alemania es la cabecera económica europea. Ejerce de capital política, con Francia. Y desde el 1 de julio asume la jefatura diplomática interna de la Unión Europea (UE), al hacerse cargo de su presidencia semestral rotatoria, responsable junto al presidente del Consejo Europeo de forjar el consenso de los 27. Es un dato importante por el momento dramático, sanitario y económico que vive el continente y la gran urgencia de tomar decisiones de política económica, sobre todo relativas al fondo de recuperación con el que combatir la brutal recesión en curso. Pero no solo sobre eso, sino también sobre las relaciones con otros grandes actores como el Reino Unido (por el Brexit), EE UU (que se dispone a elegir nuevo presidente) o China (pendiente de una cumbre de gran relieve comercial y político).

No es de extrañar la gran relevancia que todos otorgan a esa presidencia, y las enormes expectativas que suscita. Constituirá el legado histórico de la longeva canciller Angela Merkel en la última etapa de su mandato. Justo el que la encaramará al panteón de sus grandes predecesores, como Konrad Adenauer, fundador de la República Federal y autor de la reconciliación con Francia; Helmut Schmidt, el canciller de la apertura al Este junto con su predecesor Willy Brandt, y del empuje europeísta al crear el sistema monetario y el Consejo Europeo, y Helmut Kohl, unificador de la dividida Alemania y padrino de la unificación monetaria.

La primera, más urgente y más sensible tarea de la presidencia será fraguar el consenso en favor del gigantesco plan de recuperación económica continental lanzado por la Comisión Europea, por un total de 750.000 millones de euros, financiado por emisiones de deuda mancomunada y destinado a relanzar las economías de los 27, especialmente de los socios más perjudicados por la pandemia, como Italia y España. Berlín ya destacó como inspirador del plan mediante un proyecto previo presentado conjuntamente con París, en una buena reedición del papel tractor de la locomotora franco-alemana, tantas veces criticada, por defecto o por exceso. Y, lo que es más notable, ha hecho suyo el más eficaz argumentario para su defensa —sobre todo ante los Gobiernos halcones, autodenominados frugales—, tanto más por cuanto procede de un país anclado en la ortodoxia fiscal e históricamente receloso del endeudamiento común.

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Se trata, como ha defendido la canciller en un relato afortunadamente distinto al que empleó para justificar los retrasos, aplazamientos y escasa ambición cuando la crisis de la deuda soberana y del euro en 2010-2011, de contrarrestar los perjuicios económicos de una pandemia cuyo origen es fortuito y carece de responsables; de preservar a toda costa la entereza del mercado único, del que todos los Estados miembros extraen grandes beneficios; de dispensar ayuda a todos y ser especialmente solidarios con los países “afectados en diferente medida”, y, especialmente, de los que al tener “un elevado endeudamiento, los créditos les resultan menos oportunos que las subvenciones”.

Si Merkel logra, con todos los que comparten esas preocupaciones, cerrar con presteza el acuerdo presupuestario en julio, podrá dedicar fructuosamente el resto del semestre a las otras tareas. Todas ellas son muy importantes. Pero vienen después. Y ella se habrá asegurado un lugar preeminente en la historia europea.



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