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Columna
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Pactos mefistotélicos

Algo se mueve en nuestra democracia, que parece estar abandonando la idea de que todo compromiso equivale a una derrota de las propias posiciones

Fernando Vallespín
Vista general del Congreso de los Diputados.
Vista general del Congreso de los Diputados.Congreso de los Diputados (Europa Press)

Se ha producido un giro en la actitud de los principales actores políticos españoles, que parecen aproximarse a un todavía tímido abandono de su tozuda beligerancia. Ahora comienza a entreverse una mayor predisposición al acuerdo. Algo se mueve, en efecto, en nuestra democracia, que parece estar abandonando la idea de que todo compromiso equivale a una derrota de las propias posiciones; ese presupuesto de que la democracia no sería la aspiración de propugnar una acción en común, sino la derrota del adversario.

Lo cierto es que es aquella que participa de ambas dimensiones. No hay verdadera democracia sin conflicto, pero tampoco sin imaginar un consenso firme en torno a, cuando menos, sus propias reglas de juego. Aquí es donde reside el problema de las posiciones populistas, que aprovechan su llegada al poder para anular o debilitar aquellas instituciones que limitan su capacidad para imponer su programa. No es nuestro caso, desde luego, pero a nadie se le escapa la insoportable tensión que sufren muchas de nuestras instituciones como consecuencia de la disputa partidista. Lo vemos en la creciente judicialización de la política, acompañada muchas veces de presiones a jueces o fiscales, o en el intento por instrumentalizar a la Guardia Civil, en la falta de acuerdo para cerrar la composición del Tribunal Constitucional o el CGPJ, las amplias designaciones políticas de altos cargos de las administraciones públicas, etcétera. El conflicto en política es inevitable, de lo que se trata es de hacerlo productivo, de canalizarlo constructivamente para evitar la corrupción o el debilitamiento del sistema. También el ser conscientes de cuáles son sus límites —la preservación de las instituciones— y cuándo hay que cambiar el chip y propugnar el entendimiento.

Aunque ese momento de la necesidad de buscar acuerdos había llegado hace ya tiempo —todos conocemos de sobra la dimensión de la crisis—, tengo para mí que los principales actores políticos solo han comenzado a moverse cuando han sido empujados a ello. Ya sea por la UE o por la frágil mayoría parlamentaria, en el caso del Gobierno, o por las presiones de la patronal, en el PP, o por una dura derrota electoral, como es el caso de Ciudadanos. Y la razón de esa resistencia es bien simple, la incongruencia de tener que justificar ante sus hooligans que se hacen cesiones ante quien venía presentándose como la encarnación de Satanás. Tanto se ha jugado a descalificar al otro, que ambas partes tienen verdaderas dificultades para cambiar el paso, les exige un radical cambio de discurso y una reeducación de sus bases. Todo un desafío para líderes socializados en que el otro es el mal.

Bien pensado, es el mundo al revés. Lo que la mayoría de los ciudadanos exigían es que se les explicara por qué no se hacía. Dadas las circunstancias, lo patológico no era pactar, sino no hacerlo. Está por ver hasta dónde llega este giro, pero lo ideal sería que se aprovechara también para restañar las heridas abiertas en el entramado institucional, en fortalecer las reglas de juego, en salvarlas de contaminaciones partidistas. Me temo que no llegará a tanto. Aun así, todo depende de que sepamos mantener la cultura de cooperación más allá de los imperativos que nos impone esta nueva y crítica coyuntura. A ver si aprenden.

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Sobre la firma

Fernando Vallespín
Es Catedrático de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid y miembro de número de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

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