Prohibida para señoritas
La censura crea otra forma de brutalidad, menos cruda que el racismo, pero de consecuencias más nefastas para una sociedad, a la que hace menos consciente y libre, y más manipulable
Un artículo en Los Angeles Times del director y guionista John Ridley pidiendo a WarnerMedia que retirara la película Lo que el viento se llevó de su catálogo, por ser racista y presentar de manera positiva la esclavitud, corre el riesgo de acabar con una de las buenas cosas que Estados Unidos tenía: su libertad de expresión. WarnerMedia anunció de inmediato que obedecía la recomendación, retiraba la película de su catálogo y que esta sólo volvería a ser proyectada “con alguna introducción” que alertara a sus futuros espectadores.
A mí me llenó de curiosidad de inmediato el cartelito que, en el futuro, precederá aquel filme, explicando a los espectadores que la película, del año 1939 y que ganó 10 Premios Oscar, es racista y que no deberá ser creída en el contexto histórico que presenta, con excepción de la historia de amor frustrada que ella relata sobre el viejo Sur estadounidense, donde todo lo demás, fuera del romance entre la bella Vivien Leigh y el apuesto Clark Gable, es falso y calumnioso. El famoso cartelito sólo servirá para despertar el apetito de muchos espectadores, por supuesto, tan tontos como los que escribieron, filmaron y pegotearon la introducción a esa excelente película.
La censura del cine fue una pesadilla de mi infancia, en Piura primero y luego en Lima. Era muy estricta, y, además de las prohibidas y cortadas con salvajismo por los censores, las películas toleradas venían con calificaciones, la peor de las cuales era “prohibida para señoritas”, que cerraba las puertas de los cines a los muchachos de mi edad, es decir, menores de 15 o 16 años. Aquella prohibición se podía evitar si se daba una buena propina a los recibidores de entradas, ¿pero quién tenía dinero para dar propinas en aquellos años?
Estoy seguro de que yo no soy menos antirracista que John Ridley, y que detesto tanto como él los atropellos contra los negros que ahora motivan protestas a lo largo y ancho de su país, pero me sorprende mucho que el autor de una tan buena película como 12 años de esclavitud crea que mediante la censura se combate la brutalidad racista. No es así. La censura sólo sirve para crear otra forma de brutalidad, menos cruda que el racismo, pero, acaso, de consecuencias más nefastas para una sociedad, a la que hace menos consciente y libre, y más manipulable en cuestiones raciales, morales e ideológicas. Entre otras aberraciones, la censura de películas o de libros y artículos sólo sirve a la larga, en vez de inocular buenas y correctas ideas a los ciudadanos, para adormecerlos, atontarlos y hacerles tragar las mentiras que le gustaría difundir al poder político. Sería triste que, además de soportar al presidente Trump, que desde la Casa Blanca ha deteriorado ya bastante la democracia norteamericana, Estados Unidos tenga en adelante que padecer también una censura que —como todos los sistemas de control intelectual y artístico en el mundo— trata de justificarse a sí misma con la idea de que de este modo “preserva” a los ciudadanos de ver o leer cosas que podrían estropear sus costumbres y su conciencia moral.
¿Quién decide qué es lo que conviene a las costumbres y a la moral de un pueblo? ¿Los censores, entre los que suele haber religiosos y curas? ¿Esos oscuros personajes anónimos que, en esas oficinas que suelen ser sótanos, aplican la tijera a las películas y a los libros a fin de que lectores y espectadores sólo estén en contacto con el bien y lejos del mal? ¿Quién decide lo que es el bien y el mal? ¿Los censores o el director John Ridley, al que estoy dispuesto a atribuir un nivel de cultura y una sensibilidad mayores que las del promedio de aquellos personajes? Estoy seguro de que a la inmensa mayoría de ciudadanos estadounidenses los horrorizaría que “censores” de cualquier índole —lerdos o inteligentes, cultos o incultos— velaran por su salud espiritual cortándoles las películas o los libros o prohibiéndoselos.
¿Qué estoy tratando de decir? ¿Que todas las películas deben ser admitidas en una sociedad de veras libre? Sí, exactamente. Con una sola indicación, hecha al margen de la película: de que ciertas imágenes podrían herir la sensibilidad de ciertos espectadores. Algo que, de hecho, se viene haciendo ya en algunos países sin que con esta advertencia se haya limitado la libertad de creación. Ocurre exactamente con la literatura. El Ulises de Joyce estuvo muchos años prohibido en Inglaterra y Estados Unidos hasta que por fin se levantó esa aberrante medida. Pasó lo mismo en Francia con las obras del marqués de Sade. Ahora puede leer semejantes horrores, quien tiene suficiente paciencia para hacerlo, y hasta en la Pléiade. No creo que debido a esas lecturas los franceses se hayan vuelto más torturadores sexuales que los otros pueblos de la tierra.
La censura pretende proteger a los pueblos de aquello que no les conviene. ¿Quién decide lo que es positivo o negativo para una sociedad? Generalmente, los pobres diablos que suelen prestarse a ejercer ese oficio innoble. Nunca olvidaré que, a mi amigo Juan Marsé, en tiempos de Franco, un censor tachó enfurecido todas las veces que en una de sus novelas aparecía la palabra “sobaco”. ¿Qué tenía el sobaco de intolerable? Seguramente, aquel personaje, cuando leía en algún artículo la dichosa palabra, experimentaba una erección.
Quienes practican la censura con empeño son todas las dictaduras, alegando las razones que me dio a mí la directora rusa de la editorial La Joven Guardia, en Moscú, en 1966, por haber suprimido una veintena de páginas en mi primera novela, La ciudad y los perros: “Las parejas de esposos rusos no podrían mirarse a la cara después de leer esas escenas”. Le pregunté quién decidía lo que los esposos rusos podían leer sin escandalizarse. Me miró con cierta lástima: “Todos los lectores de La Joven Guardia son doctorados en Literatura”.
Por eso, es bueno y sano que en una sociedad se filmen y publiquen las películas y los libros sin censura previa, los buenos y los malos, los que defienden las buenas ideas y las malas y estúpidas como el racismo, de modo que, gracias a esos contrastes, espectadores y lectores pueden ir adoptando y rechazando aquello que les parece positivo o negativo. El resultado no es el caos ni la preeminencia del erotismo vulgar de las películas porno o las ideas reaccionarias y estúpidas. Si en las películas o los libros hay ofensas contra la moral o las costumbres, que lo decidan los tribunales, de acuerdo con las leyes vigentes. Así ocurre en las democracias avanzadas y ese es el ejemplo que deberían seguir todos los países que quieren imitarlas.
Los verdaderos efectos de la censura son aquellos que quienes la establecen no se atreven nunca a difundir: atontar a los ciudadanos y hacerlos más vulnerables a la propaganda, sea religiosa, política o moral, y hacerlos tragarse todas las mentiras de que suele estar hecha la ideología oficial, o incluso, la simple publicidad con la que el poder trata de justificarse y ridiculizar al adversario. Por eso es tan peligroso aceptar la censura, incluso en casos que la obra incriminada pueda de entrada ofender la moral reinante en contra de la visión buenista de los seres humanos. No dudo de las sanas intenciones con las que el cineasta John Ridley pidió que la WarnerMedia sacara de su catálogo Lo que el viento se llevó. Lo que él no imaginaba es que con los mismos argumentos que ponía en manos de las autoridades, les concedía el derecho a tijeretear o prohibir sus próximas películas.
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