Envidia de Pablo Alborán
Nuestros cuerpos han sido encerrados, silenciados y en este sentido aniquilados. Por eso tenemos que gritarlos
Pues sí, Pablo Alborán se ha declarado homosexual después de la covid. Como si existiera alguna relación entre lo que hemos pasado los últimos meses y su necesidad de comunicar su orientación sexual públicamente. De hecho, el vídeo donde nos explica que es gay, arranca así: “Como sabéis el mundo nos está dejando algunas noticias agridulces, últimamente. Todos nos sentimos extraños, nos replanteamos la vida, el trabajo. Lo que nos hace feliz y lo que no”. Por eso, después del encierro, Alborán ha tenido una necesidad incontrolable de expresar de manera contundente cuál es la relación con su cuerpo, cual es en definitiva su subjetividad.
“Estoy aquí para contaros que soy homosexual. Yo necesito ser un poquito más feliz de lo que ya era”, relata. Y estoy segura de que ha conseguido esta pizca de felicidad que le faltaba. Porque al contar ahora que es homosexual ha declarado que su cuerpo pertenece además a una colectividad mientras que el resto tendrá que volver a conquistar la suya de alguna manera. Sale Alborán, anuncia que su cuerpo es suyo y cómo se relaciona con él y con los demás y todos aplaudimos y él es un poco más feliz. Y yo me muero de envidia al verlo, mientras me pregunto cómo recupero mi cuerpo, qué es lo que tengo que gritar y quien me va a aplaudir a mí, a mis hijas, a todos los que hemos perdido el cuerpo en nuestras casas.
Un cuerpo recluido no es un cuerpo. El encierro que hemos vivido nos ha borrado los contornos, porque el cuerpo sin los otros no existe, es solo alma. De modo que ahora todos tenemos que recuperarlo, integrarlo de nuevo en sociedad, recuperar el sentido de pertenencia del que todos los cuerpos han sido aislados. ¿Pero cómo se hace? El suertudo de Alborán guardaba un as en la manga, la manera perfecta de representarse ante los otros y ser reconocido y resignificado. “Hoy quiero que mi grito se haga un poco más fuerte y tenga más valor y peso”, dice. Y yo digo que podemos cambiar la palabra grito por cuerpo y hacernos camisetas para todos.
¿Qué puedo gritar yo para que vuelvan a mirarme? ¿Me declaro lesbiana? ¿Me divorcio? ¿Cómo consigo volver a verme a través de los otros si todos han desaparecido? Y eso que ni siquiera he pasado este encierro sola. Pero la compañía en cautividad tampoco es suficiente. Porque para dar sentido al cuerpo, ahora está claro, no basta con un marido o una familia. En una jornada laboral de las de antes mi cuerpo era reconocido dos o tres horas al día por mi pareja, los días más tiernos, quiero decir. Pero había otras instancias donde me iba jugando quién era para los demás: con el frutero, en el carril bici, en la parada del autobús, paseando al perro… Tenía un cuerpo que filtraba la realidad y formaba parte de ella. Bien. Ese cuerpo me lo arrebataron, como a Alborán. Y al hacerlo el mundo se convirtió en otro. Por eso ahora tengo ganas de gritar y de ser un poco más feliz. No está solo Pablo en lo que le pasa. Y no me refiero al colectivo LGTBI.
Nuestros cuerpos han sido encerrados, silenciados y en este sentido aniquilados. Por eso tenemos que gritarlos. Los cuerpos, está demostrado, pueden encerrarse y pueden ser, queramos o no, la mejor llave de nuestra sumisión, como ciudadanos y como individuos. Por esa misma razón son también fuente de poder. Es pues hora de gritar y recuperar todo lo que es carne y quiere carne, como en el poema de Ausiàs March.
Conquistar el propio cuerpo es una manera de estar en el mundo y las trabas para hacerlo serán cada vez más grandes, eso también lo estamos viendo. La tecnología que ayuda a muchas cosas, no será cómplice en esta. Los lugares donde el reconocimiento ya estaba hecho, como el matrimonio, pueden convertirse en un infierno cuando el cuerpo se asume cautivo. Si te va bien quizás solo necesites la pizca de felicidad que extraña Alborán, si te va mal puedes acabar como los protagonistas de A puerta cerrada, de Sartre. En este sentido, me atrevo a decir que el boom del divorcio postcovid es una consecuencia directa de la cautividad, no del desamor.
Pero hay colectivos que no tienen voz para gritar, como los niños. Ellos necesitan más que ningún adulto a los otros para reconocerse, para desarrollar su afectividad, sus diferencias y su intimidad. Muchas son las preguntas para las que su cuerpo es la llave. ¿Acaso les basta a los niños con el amor de sus padres y Google Classroom? La pregunta es asesina pero ha sido pronunciada ya en la prensa y en los centros escolares como si el tema pudiera debatirse desde distintos puntos de vista. Dejemos clara una cosa: la subjetividad precisa de un cuerpo y por tanto el conocimiento también. El cuerpo en el aula no es negociable. Porque no hay conocimiento que pueda prescindir de la intimidad, el deseo y la esencia misma de cada uno.
La buena noticia es que este retroceso nos ha llevado a un punto de partida que puede ser más humano si aprovechamos la ocasión. Antes había una conciencia de la propia imagen, ahora hay una exigencia más profunda respecto del cuerpo. No es ya qué imagen proyecto sino quién soy y dónde estoy: lo que tan claramente ha dicho Pablo Alborán en su último vídeo. Hemos vivido un coma espiritual y vamos a tardar mucho en recuperarnos, en volver a vernos en los ojos de los otros, en descubrir que no somos los mismos, que necesitamos a los demás. En juego está el sentido de la vida, del conocimiento, del amor o del trabajo. Quienes queremos ser en la era postcovid es una pregunta urgente, tanto si eres cantante de éxito como si no. Tanto si eres homosexual como si no.
Nuria Labari es periodista y escritora.
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