A qué pasado queremos regresar
A cualquier cosa llamamos ahora libertad. Para mí la libertad fue atreverme a decir que no a un estilo de vida que me aportaba poco
Los investigadores, que suelen tener una mente flexible, nos cuentan cómo se comunican en estos tiempos pandémicos con sus colegas americanos, con los alemanes, con los italianos. Lo hacen en el inglés universal de la ciencia, un idioma en el que no importan los acentos ni la excelencia sintáctica, sino lo concreto, saber en qué momento del proceso andan los otros. Para ellos han quedado atrás los viajes internacionales a congresos, pero es posible que hayan ganado en capacidad de concentración y sosiego. Hubo un día del pasado prepandémico, en una espera interminable en un aeropuerto, en que me dio por pensar en cuántas horas estériles había soportado esperando un vuelo. Solo la gente banal, me dije, le saca provecho a una sala de espera.
Quejarse de viajar se ha considerado el peor de los esnobismos, como quejarse de la abundancia, pero admito que ahora disfruto imaginando todos esos lugares del mapa en los que jamás estaré. Les pongo una chincheta como antes hacía con aquellos en los que había estado. Confieso que de un tiempo a esta parte me agobiaba esa excelente disposición de algunos colegas míos a no perderse nada, ni una plaza grande ni una chica, y a asumir ese trajín como parte del oficio. Me hacía pensar que yo no llegaría a nada si no aceptaba esa vida de viajante de uno mismo. Prefiero llegar a menos. No niego que en ocasiones la experiencia mereciese la pena, pero la dispersión mental que provocan los viajes internacionales en la creación no es un invento. La mente humana no da para tanto y entre los jet lags y las redes nuestro músculo de la concentración se ha vuelto laxo.
A este cansancio mío se sumó la conciencia creciente de que el avión es el medio más contaminante con el que contamos. Quién nos iba a decir que las iniciativas de los Gobiernos sueco o alemán de ir rebajando el número de vuelos al año se consumaría con un frenazo como el que estamos viviendo. Frente a la libertad de volar, se empezó a decir, la limitación voluntaria de nuestros deseos en favor de una causa común, la limpieza del aire. A cualquier cosa llamamos ahora libertad. Para mí, la libertad fue atreverme a decir que no a un estilo de vida que me aportaba poco: ¿cuánto se aprende de un viaje de ida y vuelta en el que la mayor parte del tiempo estás abotargado esperando a embarcar, absorto en la pantalla del móvil? Recuerdo las palabras de la escritora Olga Tokarczuk en un artículo que se publicó en los días más duros del confinamiento: “Para mí, ya desde hace mucho tiempo, ha habido demasiado mundo. Demasiado, demasiado veloz, demasiado ruidoso”. Me sentí felizmente comprendida. Demasiado mundo, así lo sentía yo.
Por estos días de junio ya teníamos pensadas las vacaciones, comprados los billetes, programado el descanso. Ahora casi todo está en suspenso. Pero lo que viene estos días a mi memoria no son los veraneos del pasado reciente, sino aquellos de la infancia. A los niños de ciudad se nos solía mandar al pueblo y, aunque eso fuera interrumpido por algunos días playeros, el verano rural era tan largo que se convertía en un periodo transformador. Volvías al colegio más alta, más madura, enriquecida por la experiencia de la libertad. La libertad, efectivamente, tenía que ver con la decisión de tomar un camino u otro, con el conocimiento progresivo del terreno que pisabas. Jamás he vuelto a sentir esa amplitud en el alma, y menos cuando me he visto sometida a controles de seguridad que tensionan al más templado o cuando he ido apreciando, como usted, cómo se nos achicaba el espacio dentro de un avión hasta que volar se fue convirtiendo en un suplicio, insano y abusivo. Las compañías aéreas desean que volvamos al mismo punto de entonces. Pero, ¿y nosotros, somos libres siendo así transportados?, ¿queremos volver al tiempo en que se viajaba sin conciencia? ¿A qué pasado queremos regresar?
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