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Tribuna
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Estrés democrático

Polonia, con una enrevesada situación política, es un buen ejemplo de cómo la pandemia se ha sumado a la polarización para someter a una prueba de resistencia a las costuras del sistema

Marta Rebón
Eulogia Merle, tribuna Rebón 19-06-20
Eulogia Merle

Si en los últimos años la polarización política ya había tensado las costuras de un buen número de democracias en todo el mundo, la pandemia, con su exigencia de una respuesta solidaria y cohesionada, ha añadido una prueba más de resistencia a los maltrechos trajes de algunos Gobiernos. Esto se hace especialmente evidente en el país donde me encuentro, Polonia, inmersa en la campaña electoral para las presidenciales del 28 de junio. Debido a las presiones, el partido gobernante se vio forzado a retrasar los comicios previstos para mayo, pero este aplazamiento fue acogido por la oposición confinada como una medida más bien favorable al Gobierno, con libertad de movimiento y una amplia cobertura mediática.

La estrategia del partido de derecha radical Ley y Justicia (PiS), que, además de controlar la presidencia y el Parlamento, ha ido socavando la independencia judicial desde su vuelta al poder en 2015, ha sido soliviantar a sus bases en torno a un programa que azuza el “divide y vencerás”. En un mitin reciente, el actual presidente y candidato Andrzej Duda tachó el movimiento LGTB de “neobolchevismo” y no vaciló en secundar a otro político conservador que había manifestado que los miembros de este colectivo “no eran personas, sino ideología”. Los asistentes aplaudieron esa retórica excluyente que percibe toda orientación que no sea la heterosexual como una desviación impropia de la familia tradicional autóctona y católica. Algunos gobiernos locales han declarado sus ciudades como “zonas libres de LGTB”, lo cual ha provocado una reacción de la Comisión Europea, que ha preguntado formalmente si los fondos de la política de cohesión de la UE se están destinando a violar la normativa europea. Señalar a enemigos y minorías, por otra parte, no es algo nuevo. En 2015, cuando llamaron a su electorado a las urnas con el eslogan “Polonia en ruinas”, pese a que la economía del país había salido bastante airosa de la Gran Recesión iniciada en 2008, desde las filas de PiS se señaló a los migrantes y solicitantes de asilo, en plena crisis de refugiados, como “portadores de enfermedades muy peligrosas desaparecidas desde hace mucho tiempo en Europa”. Las denominadas campañas antigénero, la construcción de un relato alternativo del pasado y las restricciones al aborto forman parte de una hoja de ruta que solo se ha logrado suavizar bien por el clamor de las manifestaciones, bien por presiones internacionales, bien por la pandemia.

Los partidos que instrumentalizan la polarización emplean una medida análoga a la que, con el coronavirus, se ha introducido en nuestra rutina: el distanciamiento social. Se trata de reducir el debate plural a un combate entre antagónicos que cada vez tienen menos puntos de entendimiento, en el que se cuestiona sin cesar la legitimidad del otro, entendido como amenaza. Se desaprende todo lenguaje común. No hace falta escuchar cuando el otro habla. Peor aún, ni siquiera se quiere dialogar. Sus miradas nunca se cruzan, como las de las dos caras de Jano. Tras de sí, un panorama estéril: se sabotea cualquier consenso, se dispara la intolerancia, se alimenta la desconfianza en el sistema. Un círculo vicioso retroalimentado sin fin, y en un tiempo relativamente breve, tal ha sido el rédito obtenido por quienes fomentan la polarización, que incluso partidos tradicionales, temerosos de volverse irrelevantes o perder fuelle, hacen caso omiso de las líneas rojas.

El arte de convertir una fisura de resentimiento, miedo o frustración en una profunda grieta divisoria tiene hoy su paradigma en la figura de Donald Trump. En Estados Unidos, la antipatía entre votantes de diferente signo ha aumentado considerablemente en comparación con 1994, cuando solo el 21% de republicanos y el 17% de demócratas tenían opiniones muy negativas de los contrarios. En 2016, la carrera a la presidencia que llevó al magnate a ganar las elecciones hizo que esas cifras escalaran al 58% y el 55%, respectivamente, según datos del Pew Research Center. En los próximos días, Trump recibirá a Andrzej Duda, que será el primer presidente extranjero en visitar la Casa Blanca desde febrero. Esto representa un impulso nada desdeñable a su candidatura en detrimento de la del liberal Rafal Trzaskowski, alcalde de Varsovia, del partido Plataforma Cívica, con quien probablemente se volverá a medir en una segunda vuelta el 12 de julio. En Surviving Autocracy, el último título de Masha Gessen, la ensayista estadounidense de origen ruso dibuja el perfil de un líder, Trump, que, ante el grave contexto de pandemia, no ha rebajado ni un ápice la confrontación con periodistas, opositores o expertos científicos, cuando la realidad de las cifras y el impacto asimétrico de la covid-19 sobre la población han sido incontestables. Ni siquiera ha moderado su postura ante los vídeos de brutalidad policial, pruebas de cargo de un racismo estructural. “Los países esperan que sus líderes políticos articulen (...) qué futuro están construyendo, qué esperanzas, sueños e ideales los unen y los convierten en una comunidad política —sostiene Gessen—. En la era Trump no hay pasado ni futuro, ni historia ni visión: solo el ansioso presente”. Su mandato es un claro ejemplo de la degradación del debate público a la que conduce recurrir una y otra vez a la polarización política. Y en el corazón de este proceso se encuentra la tergiversación del lenguaje. “La tentativa autocrática de Trump empezó con una guerra contra las palabras. […]Tiene un instinto, tal vez incluso un talento, para manipular el lenguaje: emplea palabras para expresar lo opuesto y las despoja de significado”. Y por ello es tan importante que no se desmantelen los sistemas de contrapesos, como la labor indispensable para la democracia de los medios de comunicación plurales, porque el periodismo “crea un sentido de realidad compartida”, que es precisamente lo que destruye la polarización. La profusión de tuits presidenciales, por ejemplo, es otra arma arrojadiza que ha desvirtuado las reglas del debate. Cuando se les da tratamiento de noticia, además, se obvia su poder de intrusión en la conciencia colectiva, a modo de caballos de Troya, y su capacidad para difuminar los límites entre opinión interesada y hechos.

Según apunta el politólogo holandés Cas Mudde en su reciente The Far Right Today, la derecha radical populista, cada vez más normalizada, está aquí para quedarse, y ningún país, pese a la memoria de regímenes totalitarios, es inmune a ella. Aun así, su electorado es volátil, y, además, el mensaje simplificado sobre el que se apoyan choca contra la realidad que, pese a quien le pese, es mutante, diversa y compleja. Entretanto, en Cracovia, los museos han ido reanudando su actividad, pero habrá que esperar hasta después de las elecciones a que abra sus puertas el que custodia La dama del armiño (c.<TH>1490), de Leonardo da Vinci. Es curioso que uno de los cuadros más emblemáticos de Polonia (una obra nómada que es en sí misma una historia portátil de la Europa moderna y contemporánea) sea el retrato de una joven italiana de 16 años unida a un hombre con quien tendría un hijo fuera del matrimonio. Animadora más tarde de los primeros salones literarios, los valores humanistas de Cecilia Gallerani parecen contrastar con los discursos nacionalistas que inundan un país cuya élite aspirante a repetir mandato, y no solo, se muestra recelosa hacia lo extranjero y lo diferente.

Marta Rebón es escritora y traductora.

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