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Columna
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La pandemia crece más que nunca

Occidente se relaja mientras el resto del mundo ve medrar al coronavirus

Javier Sampedro
Un maniquí con equipo de protección, en un puesto de venta de mascarillas en El Cairo (Egipto).
Un maniquí con equipo de protección, en un puesto de venta de mascarillas en El Cairo (Egipto).MOHAMED HOSSAM (EFE)

No hemos acabado de asimilar el significado del término pandemia. Estamos todos tan enredados en el laberinto de las fases de la desescalada, tan sumidos en una competencia entre comunidades autónomas, provincias y comarcas, tan absortos en si nos abren la terraza o la barra del bar del barrio, que estamos olvidando que una pandemia es por definición una crisis global, una que no superaremos sin una inteligencia política internacional. Nuestro glorioso y meritorio confinamiento, tan elogiado por la clase política, no servirá de nada si no abrimos la mente al resto del mundo, donde el virus sigue una lógica propia por completo ajena a nuestros prejuicios identitarios y a nuestras fronteras inviolables.

Nuestro regreso a la normalidad o posnormalidad no es más que un espejismo. La pandemia está creciendo al mayor ritmo que se ha registrado desde su origen, con más de 100.000 casos nuevos al día en el mundo. Es cierto que la propagación del virus está bajando en los países occidentales, gracias a unas medidas de confinamiento que nadie querría volver a experimentar, pero las zonas más pobladas de Latinoamérica, Oriente Próximo, África y el sur de Asia han tomado el relevo en estos días. Esto calmará la ansiedad de muchos, pues nos permite volver a considerar la covid-19 como una plaga de los países pobres, que al fin y al cabo se merecen todo lo que les ocurra por no haber pasado por el aro del progreso. A mí no me la calma en absoluto, más bien me pone los pelos de punta. Una epidemia global necesita una solución global, y lo demás son sueños provincianos de contables.

Declan Walsh, jefe de la oficina de El Cairo de The New York Times, cuenta en detalle el caso de Egipto, un país donde la tasa de nuevas infecciones se ha duplicado en la última semana. Los médicos egipcios han puesto de vuelta y media a su presidente, Abdelfatá Al Sisi, por la falta de preparación y de equipos de protección en el país. El emblema del que más presume el presidente es su control absoluto sobre el país —lo que ya le vale—, pero el SARS-CoV-2 no se aviene. Los contagios están en progresión exponencial y la tasa de mortalidad es la más alta de esa región del mundo. Su ministro de Universidades e Investigación pone en duda las cifras oficiales, y 30 médicos han muerto. Al Sisi ha arremetido contra “los enemigos del Estado”, pero de momento no ha encarcelado a nadie, en contra de su costumbre.

Egipto no es un caso aislado, ni mucho menos. El presidente brasileño, Jair Bolsonaro, sigue empeñado en quitar hierro a la pandemia mientras registra más de un millar de muertes al día, y encima tiene la desfachatez de declarar: “Lo sentimos por los muertos, pero ese es el destino de todo el mundo”. Las muertes también crecen en Bangladés, incluidos los campos de refugiados rohingya, por si les hiciera falta alguna desgracia más. Sudáfrica, la locomotora económica del continente, muestra la mayor tasa de infección de África, tal vez porque tiene más medios de detección. En otros países africanos, el calor y la baja edad media de la población no están evitando la propagación del virus. La pandemia crece más que nunca.

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