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Columna
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Melanina y clasismo

La rodilla en el cuello de América Latina es la encubierta negación del negro y el indígena, las secuelas de la jerarquización establecida por los conquistadores y colonizadores blancos y criollos

Juan Jesús Aznárez
Protestas junto a la Casa Blanca en Washington por la muerte de George Floyd a manos de un policía.
Protestas junto a la Casa Blanca en Washington por la muerte de George Floyd a manos de un policía.Alex Brandon (AP)

La rodilla en el cuello de América Latina es la encubierta negación del negro y el indígena, las secuelas de la jerarquización establecida por los conquistadores y colonizadores blancos y criollos, que asignaron a las poblaciones originarias y afrodescendientes la caseta del perro, la base de la pirámide social, su alejamiento de la ciudadanía y los proyectos nacionales. El policía que asfixió a George Floyd tardó ocho minutos y pico en conseguirlo; la acumulación de prejuicios y conductas contrarias a la igualdad de oportunidades en el subcontinente comenzó hace siglos y todavía sofoca a las víctimas de un colonialismo interno consolidado como cuerpo doctrinario. La laxitud de conciencias y políticas favorece el enquistamiento de una segregación que combina melanina y clasismo.

Aunque sus legislaciones parecieran desmentirlo, todos los países practican el portazo racial, la discriminación en el acceso a la escuela, la vivienda, el trabajo y la representación política. Nada de discriminación positiva. El aspecto y la pigmentación oscura cierran puertas. Intelectuales de países mestizos como México, de apariencia fenotípica intermedia entre europeos e indígenas, se asumen más criollos que morenos. Los compatriotas étnicos son menospreciados por élites acomodadas en la invisibilidad del indio. La aristocracia de la epidermis del abogado francés Moreau de Saint-Méry, en la Martinica esclavista del siglo XVII, ponderaba el árbol genealógico de siete generaciones y 28 combinaciones posibles del mestizaje para determinar estatus y expectativas.

El tratamiento inicuo emparenta con la brutalidad policial y las injusticias económicas y sociales que acogotan a las comunidades indígenas y afrodescendientes, castigadas, además, por la peor distribución del ingreso del mundo, espoleta de la informalidad laboral y la criminalidad de Latinoamérica. Si las políticas públicas para integrar la visión del mundo de las etnias no han sido capaces de armonizar institucionalmente sus derechos y deberes, apenas se avanzó en la integración de las especificidades de las comunidades negras, menos organizadas que en EE UU. Chile, Argentina y Uruguay las ignoraron en su empeño por construir una identidad nacional europeizada; el sátrapa dominicano Trujillo favoreció la inmigración española contra el ennegrecimiento haitiano del oriente de La Española.

El asesinato del moreno de favela no escandaliza en la metrópoli del mestizaje, Brasil, con más de la mitad de sus habitantes, negros, mulatos y zambos, y cuatro o cinco en la dirección de la gran empresa. Colombia es otra cantera de apartheid cultural, con Venezuela, Ecuador, Panamá o Perú en los tajos. Pese al igualitarismo legal, también en la Cuba revolucionaria se prejuzga y afrenta. América Latina nació dividida en clases, con los europeos y sus descendientes atropellando las culturas autóctonas y africanas. La persistencia de esquemas generadores de exclusión no permiten albergar esperanzas sobre la desaparición de la rodilla en el pescuezo de la libertad y el derecho. Habría que acometer una reprogramación del pensamiento para borrar los traumatismos que fecundaron la persecución de la diferencia.

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