La Casa Negra
Washington D. C. es una utopía blanca habitada por millones de vidas negras
Escondida temporalmente tras un vergonzante muro de aislamiento (so pretexto de protección), la Casa Blanca confirma uno de los muchos enrevesados contrasentidos del sueño americano. Para empezar, celebro que uno de los más nefandos supremacistas de nuestra era se haya enclaustrado en el hondo sótano oscuro de la Casa Negra (pues las vallas la han maquillado de una sombra oscura que revela vacíos) y que, para efectos postales el sr. Donald J. Trump vive por ahora oficialmente en el número 1600 de la Plaza Black Lives Matter, pero la Black House revela otras no pocas dicotomías que merecen reflexión en estos días.
En tiempos del presidente Lincoln la Casa Negra albergó a no pocos mendigos, esclavos que huían de la malograda Confederación del Sur, ciudadanos en espera de audiencia y en la microhistoria del hogar queda constancia de las muchas veces en que Abraham Lincoln bajaba de las habitaciones (única sección que se mantenía privada) y sorteaba no pocas palmadas en los hombros, cartas entregadas en propia mano o abiertas reclamaciones antes de llegar a su escritorio. Era la Casa de Todos y así se ha cristalizado en el imaginario, hasta hace unos días. Cuando Jackie Onasis la convirtió en una Mansión para la Cultura, musicalizada por Pau Casals, hubo una mítica cena con quiénsabecuántos Premios Nobel, Escritores, Poetas y Artistas que el presidente Kennedy tuvo que aceptar que “no se había reunido tanta inteligencia en el salón de esta casa desde que Thomas Jefferson reflexionaba en una mecedora de la esquina que da a la ventana”. A pesar de las insípidas letras de Nixon o lo llano de los Carter o la complicidad babosa del matrimonio Ford, esa casa pasó de Casals a Rostropovich, pero también a La Voz Sinatra invitado a dormir por su amiga Nancy Reagan… y Bill Clinton y su Hillary hicieron de esa casa un epicentro de creatividad liberal y funcionalidad esperanzadora, mancillada por el propio Bill en la Oficina Oval. Vergüenza aparte, de esa época data la noción de que The Black House ha de ser antirracista y antifascista si ha de bogar sin el hundimiento en el que la puso la actual administración, si acaso y tan sólo por ser la Casa emblemática de una Ciudad Negra poblada por una mayoría de ciudadanos que contrastan con todos los mármoles blancos, aceras de granito, estatuas impolutas (tirando a verde) e inmensos monumentos de un renacimiento helénico en blanco.
Washington, D. C. es una utopía blanca habitada por millones de vidas negras. Allí quedó mi infancia, encerrada en un bosque de todos los verdes. Allí crecí de los dos a los catorce años de edad y hace medio siglo seguía habiendo una cadenita en los autobuses para sentar en la parte trasera a todos los humanos de color y bebederos de agua que señalizaban qué tipo de piel podía saciar su sed en los chorros siempre fríos. Pero allí también se vivía el viaje mágico y misterioso de puro Peace & Love, la década psicodélica de un evangelista y pastor negro que clamaba a voz en cuello tener un sueño, un solo sueño. Allí también era la confederación de diversas esperanzas que iban desde los viajes a la Luna a las olímpicas hazañas del deporte, de las nuevas vías para el desarrollo a la amistad que tuvo mi padre con Robert F. Kennedy y la carta que le escribió Pete Hamill para que intentara lo que su hermano no pudo: lanzarse como candidato a ocupar la Casa Blanca y terminar la enésima guerra necia en Vietnam.
En medio siglo hemos visto la dicotomía de que la mayoría de los vendedores de banderitas, hotdogs y souvenirs en carricoches estacionados a lo largo del inmenso prado que une al Monumento de Lincoln con el imponente Capitolio son vietnamitas ahora plenamente norteamericanos habiendo sido el enemigo de una más de las necias incongruencias de la gran Utopía que ahora parece languidecer: un país que se formó uniendo diferentes Estados que a la fecha confunde su nombre toponímico con el verdadero nombre de todo un continente; un país federalizado que clamó como acta de nacimiento la libertad incondicional de todos los hombres, firmado por próceres que eran amos de cientos de esclavos negros; una nación (creo la única del mundo) que garantiza para sus habitantes la vida, la dicha libertad y “la persecución de la felicidad”, whatever that means, que se fue extendiendo, ensanchando y engordando hasta unir dos océanos y poner su huella en el planeta entero (y de paso, en la Luna) con ilimitadas virtudes y promesas, logros, asombros y bondades, pero también incontables muestras de crueldad, abuso y horrores. Junto al feliz alud de tanta cultura contagiosa (desde los chicles al rock&roll, del Blues al Baseball, del Cine todos los cines a la TV, de la alta cultura en serio a la banalidad de todo lo práctico o instantáneo, etc.), repito: junto a esa marabunta, los horrores de la guerra, las artimañas de la CIA, la opresión económica y todo lo que transpira el Imperio en constante contrataque.
Casa, Ciudad y País constantemente entre el Blanco y Negro, en medio de todos los colores. Cosa cromática y de perspectiva, ponderación racional de las diferencias y apuntalamiento de la cooperación a contrapelo de la confrontación y el encierro: parece cosa de cuarentena suponer que la pesadilla de estos días sucede a los ocho años de una administración donde Barak Obama sigue siendo un faro de sosiego democrático (contradictorio y con bemoles, pero ejemplar hasta en sus párrafos) y que los Estados Unidos de Norteamérica hayan naufragado durante el pasado reciente en la banalidad de la ignorancia, el espejismo de la improvisación y la sigilosa red del fascismo. Tal cual y peor, pues en realidad no es que sólo las vidas negras sean las amenazadas, sino las morenas, amarillas, rojas.
Hace medio siglo, fue precisamente Bobby Kennedy quien logró apaciguar las ansias de la violencia como desahogo por el asesinato del Dr. King. Lo hizo dando el anuncio, leyendo un poema de Esquilo, apelando a la piedad, la paz de la resignación sabia y al amor. Lo hizo en Indianapolis, la cuna de Mike Pence que calla a la sombra de Trump, que niega la Teoría de la Evolución de Darwin y considera que el homosexualismo es una enfermedad curable… más contradicciones del inmenso melting pot norteamericano que una vez más hay que intentar sazonar con el afecto incondicional de la tolerancia, la infinita paciencia ante la estulticia y el empeño diario de la transpiración honesta en el pensamiento y en las obras.
Es preciso entonces reconocer que el Muro que aísla por estos días al Bunker del Bufón es una de sus promesas cumplidas: He built the Wall!, mas no lo paga México aunque miles de latinos, asiáticos, es decir, incluso los blancos que para el ario son los Otros, quedan dispersados por el lacrimógeno gas del autoritarismo segregacionista. La pantomima de la falsa sonrisa, a juego con el bronceado a lámpara, la falsa jauja de negocios millonarios pero en quiebra y la increíble mentira del copete al vuelo, son la cara de quien en realidad se enclaustra contra toda forma de inteligencia o sentido común, se refugia de las ideas porque las creencias falsas lo han encerrado en un monólogo monotemático de la Nada.
Si el Joe Biden ya se convenció de que su selección para acompañarlo en el boleto como candidata a la Vice Presidenta ha de ser mujer, también son días en que escucha no pocas sugerencias de que ella sea negra. El ancho electorado à la Netflix seguramente sueña con sea Michelle por tantas razones y contra toda sinrazón y la cordura o el sosiego obligan a que habrá que despedir al Mal con un saludo en el cambio de poderes, pero todo y tanto se ensombrece con solo mirar la otrora Casa de Todos envuelta en una caparazón gris y negro como alambrada, Muro de Vergüenza que no solo ha sido erigido por un demente solitario, sino por una peligrosa masa confundida en el espejismo fanático de crueldades y abusos que creíamos superados por el tiempo. Hablo de quienes parecen estar al filo de su ira con tan solo mirar las inmensas letras amarillas que renombran una de las principales calles de la cuadrícula soñada por Pierre L’Enfant, el que inventó Washington como cuadrícula de calles con número y avenidas con nombre, diagonales de intersección, glorietas y tantos verdes, allí en la marisma donde Jefferson se para en medio de un Panteón romano y Lincoln observa desde su Partenón, allí donde un triángulo de piedra negra recita los nombres de todo los soldados caídos en Vietnam, menor en número los muertos del pasado trimestre por obra y gracia de una pandemia que no logró ponerle tapabocas a los deslenguados o desconsiderados poderosos que se aíslan del pueblo.
Mejor terminar con el antojo positivo de que –por estos meses—la Black House representa a todas las vidas de todos los muertos por el abuso policial que se ha intensificado por todos lados como resultado de los discursos biliares. Es la casa de todos los migrantes deportados, los niños enjaulados, las comunidades expulsadas y condenadas al abismo… la piel morena de la piedra que subyace al mármol. Es lo que nos queda por evocar de Martin Luther King, pero también Angela Davis y César Chávez, y el rostro aterrado de un camarero mexicano que le puso un rosario en la mano a Bobby Kennedy la noche en que lo asesinaron. Es decir, hoy mismo o ayer, en que citando a Esquilo, apeló al arco iris que gota a gota brinda enseñanza sana incluso a pesar de la sangre. Una suerte de vaho, rodilla en tierra, capaz de derribar cualquier muro.
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