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Tribuna
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El excepcionalismo de EE UU en la era Trump

La política exterior del actual inquilino de la Casa Blanca se ha basado en cuestionar el orden internacional que surgió tras la II Guerra Mundial y en despreciar sus alianzas e instituciones

Joseph S. Nye
Tribuna Nye
QUINTATINTA

En mi estudio reciente de 14 presidentes desde 1945, Do Morals Matter?, llegué a la conclusión de que los estadounidenses quieren una política exterior moral, pero han estado divididos respecto de lo que eso significa. Los estadounidenses suelen creer que su país es excepcional porque definimos nuestra identidad no por la etnicidad, sino más bien por una visión liberal de la sociedad y un estilo de vida basado en la libertad política, económica y cultural. La Administración del presidente Donald Trump ha roto con esa tradición.

Por supuesto, el excepcionalismo estadounidense se enfrentó a contradicciones desde el principio. A pesar de la retórica liberal de los fundadores, el pecado original de la esclavitud quedó registrado en la Constitución de Estados Unidos en un acuerdo que permitió la unión de los Estados del norte y del sur.

Y los estadounidenses siempre han tenido discrepancias sobre cómo expresar valores liberales en la política exterior. Así que este excepcionalismo fue a veces una excusa para ignorar el derecho internacional, invadir otros países e imponer Gobiernos a sus pueblos.

Pero este excepcionalismo estadounidense también ha inspirado esfuerzos internacionales de tipo liberal para promover un mundo más libre y más pacífico a través de un sistema de derecho y organizaciones internacionales que protegen la libertad doméstica moderando las amenazas externas. Trump les ha dado la espalda a ambos aspectos de esta tradición.

En su discurso inaugural Trump declaró: “Estados Unidos primero… Buscaremos la amistad y la buena voluntad de las naciones del mundo, pero lo hacemos con la conciencia de que todas las naciones tienen el derecho de anteponer sus propios intereses”. También dijo: “No aspiramos a imponerle nuestro modo de vida a nadie, sino hacerlo brillar como un ejemplo”. Tuvo un buen argumento: cuando Estados Unidos resulta ejemplar, puede aumentar su capacidad de influir en los demás.

También hay una tradición intervencionista y de cruzada en la política exterior estadounidense. Woodrow Wilson perseguía una política exterior que diera en el mundo seguridad a la democracia. John F. Kennedy instaba a los estadounidenses a favorecer la diversidad en el mundo, pero mandó 16.000 tropas de su país a Vietnam, y ese número creció a 565.000 en la presidencia de su sucesor, Lyndon B. Johnson. De la misma manera, George W. Bush justificó la invasión y ocupación de Irak por parte de Estados Unidos con una Estrategia de Seguridad Nacional que promovía la libertad y la democracia.

Por cierto, desde el fin de la Guerra Fría, Estados Unidos ha participado en siete guerras e intervenciones militares. Sin embargo, como dijo Ronald Reagan en 1982, “los regímenes plantados con bayonetas no echan raíces”.

En los años treinta, la opinión pública estadounidense creía que la intervención en Europa había sido un error y se volvió hacia dentro, hacia un aislacionismo estridente. Con la II Guerra Mundial, el presidente Franklin Roosevelt, su sucesor, Harry S. Truman, y otros aprendieron la lección de que Estados Unidos no podía permitirse replegarse hacia dentro una vez más. Tomaron conciencia de que el propio tamaño de Estados Unidos se había convertido en una segunda causa de excepcionalismo. Si el país con la economía más grande no tomaba la delantera en la producción de bienes públicos globales, nadie más lo haría.

Los presidentes de posguerra crearon un sistema de alianzas de seguridad, instituciones multilaterales y políticas económicas relativamente abiertas. Hoy, este “orden internacional liberal” —el cimiento básico de la política exterior de Estados Unidos durante 70 años— está siendo cuestionado por el ascenso de nuevas potencias como China y por una nueva ola de populismo en el interior de las democracias.

Trump apeló con éxito a este estado de ánimo en 2016 cuando se convirtió en el primer candidato presidencial de un partido político importante en cuestionar el orden internacional que surgió después de 1945 liderado por Estados Unidos, y el desdén por sus alianzas e instituciones ha definido su presidencia. Sin embargo, una encuesta reciente del Consejo de Chicago sobre Asuntos Globales demuestra que más de las dos terceras partes de los estadounidenses quieren una política exterior con una mirada hacia fuera.

El sentimiento del pueblo de Estados Unidos está a favor de evitar las intervenciones militares, pero no de retirarse de alianzas o de una cooperación multilateral. El pueblo estadounidense no quiere regresar al aislacionismo de los años treinta.

El verdadero interrogante que enfrentan los norteamericanos es si Estados Unidos puede o no abordar exitosamente ambos aspectos de su excepcionalismo: la defensa de la democracia sin bayonetas y el respaldo de las instituciones internacionales. ¿Podemos aprender a defender los valores democráticos y los derechos humanos sin intervención militar y cruzadas, y al mismo tiempo ayudar a organizar las reglas e instituciones necesarias para un nuevo mundo de amenazas transnacionales como el cambio climático, las pandemias, los ciberataques, el terrorismo y la inestabilidad económica?

Ahora mismo, Estados Unidos fracasa en ambos frentes. En lugar de tomar la delantera en el fortalecimiento de la cooperación internacional en la lucha contra la covid-19, la Administración de Trump culpa a China por la pandemia y amenaza con retirarse de la Organización Mundial de la Salud.

China tiene muchas explicaciones que dar, pero convertir esto en una suerte de partido de fútbol político en la campaña electoral presidencial de Estados Unidos de este año es política doméstica, no política exterior. No hemos terminado aún con la pandemia, y la de la covid-19 no será la última.

Por otra parte, China y Estados Unidos producen el 40% de los gases de efecto invernadero que amenazan el futuro de la humanidad. Sin embargo, ninguno de los dos países puede resolver estas nuevas amenazas a la seguridad nacional por sí mismos. Por ser las dos economías más grandes del mundo, Estados Unidos y China están condenados a una relación que debe combinar competencia y cooperación. Para Estados Unidos, el excepcionalismo hoy incluye trabajar con los chinos para ayudar a producir bienes públicos globales, defendiendo al mismo tiempo valores como los derechos humanos.

Ésas son las cuestiones morales que los estadounidenses deberían discutir de cara a la elección presidencial de este año.

Joseph S. Nye, Jr. es profesor en la Universidad de Harvard y autor de Do Morals Matter? Presidents and Foreign Policy from FDR to Trump.

© Project Syndicate, 2020.

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