Odiar la educación
Si un país tiene antes un plan para ordenar sus playas y terrazas que su sistema educativo algo no va demasiado bien


Si un país tiene antes un plan para ordenar sus playas y terrazas que su sistema educativo, algo no va demasiado bien. A medida que ha ido avanzando el desconfinamiento, cada vez más voces han mostrado su preocupación por un fenómeno que muchos expertos apuntaban: la pandemia puede trasladarse en importantes desigualdades educativas.
Hay que empezar con un reconocimiento a muchos docentes, familias y estudiantes que, en un contexto difícil, han dado lo mejor de sí para intentar capear la situación. El confinamiento ha obligado a hacer un enorme esfuerzo de adaptación desde primaria a la universidad. En cada sitio se ha hecho lo mejor que se ha podido o sabido. Sin embargo, esta vez lo sobrevenido de la pandemia no es excusa. Necesitamos hacerlo mejor para no agrandar los problemas que tiene nuestro sistema educativo en igualdad de oportunidades.
Los especialistas coinciden en que los procesos largos de desconexión del aprendizaje (como el verano) suelen tener un efecto más acusado en el deterioro de las habilidades cognitivas en las familias menos acomodadas. La razón es que, mientras que las familias de bagaje sociocultural elevado pueden dar a los estudiantes otros estímulos complementarios al que reciben en la escuela (campamentos, clases particulares y se supervisan más actividades de deberes o lectura), no es así en los hogares más modestos. Además, si a esto se suma que el 10% de los hogares de familias con miembros en edad escolar no tienen acceso a internet, las dificultades durante el confinamiento iban a ser inevitables.
Las primeras investigaciones sobre esta cuestión, desarrolladas en el Reino Unido, constatan que dichos argumentos tienen un sustento empírico. Los alumnos de familias acomodadas han pasado más parte del confinamiento centrados en el estudio que sus contrapartes de hogares modestos. También se comprobó que aquellos alumnos pudieron mantener contacto con sus profesores vía online, en parte también por tener un hogar más preparado para el aprendizaje (como un sitio de estudio propio). Finalmente, se ha comprobado que en los hogares más acomodados los padres se implicaron más en la formación de los menores, bien por tener más capital cultural, bien por tener el tiempo para ello.
En el próximo curso se va a intentar mantener la distancia social, pero no hay ni infraestructuras acordes ni docentes suficientes para grupos reducidos. Mientras, las escuelas se resisten a abrir su actividad, aunque no sea reglada, en verano, y la docencia online se prefigura como un modo de dar una patada hacia adelante a riesgo de deteriorar la calidad de la enseñanza. Ninguna alternativa es sencilla, pero quizá lo más sangrante sea hasta qué punto estas cuestiones son ignoradas en el debate público. Si de verdad interesa, ¿por dónde mejor para empezar a reconstruir el país?
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